El 25 de agosto un restaurador de Oviedo pagó 20.500 euros por un lote de 2,5 kilos de Cabrales. Viajamos a la denominación asturiana donde solo 28 productores elaboran un manjar único que debe su exclusividad al paisaje.
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Pocas veces un paisaje definió mejor un producto gastronómico, porque lo hace hasta en su fisonomía; es decir, hace que imite su forma. Nos encontramos en Las Arenas, puerta de entrada a los Picos de Europa, una imponente masa de roca calcárea muy permeable a la acción del agua. Como resultado de su lenta erosión, a lo largo de miles de años se han formado cuevas y simas que los pastores han usado de forma tradicional para conservar sus alimentos. El más famoso de ellos es el queso azul que toma el nombre del concejo asturiano de Cabrales, cuyo aspecto y punzante aroma se debe al trabajo del hongo penicillium, que aquí campa a sus anchas, aunque de forma caprichosa.

Sus virtuosas esporas -cuyo estudio propició el desarrollo de la penicilina- requieren para su proliferación una humedad alta (un 90%) y bajas y constantes temperaturas de entre 8 y 12º C , y encontrar el punto exacto donde se dan estas medidas ideales no es fácil: es una labor propia de un espeleólogo. Le exigirá adentrarse entre laberintos de piedra, por los que no todo el mundo tiene la habilidad de pasar. Además hay que buscar los oportunos soplaos, esto es, las corrientes de aire que empujan al hongo a aterrizar sobre el cabrales. Y como la cueva no está siempre donde uno quiere y el queso hay que lavarlo y voltearlo con frecuencia, en invierno puede suponer caminatas constantes entre nieve hasta cotas de 1.500 metros de altitud.

La mencionada similitud formal se produce porque el queso es otra cueva natural llena de intrincadas cavidades. Porque no se prensa, sino que se deja con el cuajo esponjoso para que también penetre el aire y el hongo recorra su interior. Así, por efecto de la proteólisis y lipólisis (la degradación de proteínas y grasas), se liberarán esas deliciosas notas a almendra y avellana, además de producirse las pictóricas vetas verdeazuladas que le son tan propias (en la D.O.P. Cabrales no está permitido pinchar los quesos con agujas para crear orificios por donde penetren las esporas y se desarrolle el moho, al contrario de lo que ocurre con otros azules famosos como el roquefort, el stilton o el gorgonzola). Entre dos y 10 meses después, estará listo para su consumo, con la maduración perfecta.

Como se repite con frecuencia entre el gremio -28 elaboradores y 48 ganaderos en el concejo y los municipios vecinos adscritos a la D.O.P., con una producción anual certificada en torno a 450.000 kg-, a este queso lo define un paisaje. Y ese paisaje son también su ganado, sus pastos y sus gentes.

SIN MOSCAS

Entre los recién llegados se encuentra Pablo Ruiz, de 27 años, nacido en Santander y con familia oriunda de la zona. Aquí vio un futuro y en 2016 volvió a poner en marcha junto a su mujer Rocío, en el pueblito de Asiego, la quesería de sus suegros, Asiegu. “Creo en la calidad como forma de hacer rentable el campo, que en Cabrales es un modelo que ha calado y me hace ser optimista. En nuestro caso, con la capacidad que tenemos, para que sea sostenible, tanto la producción de la leche y el queso como la venta deben estar integrados”, defiende este forzudo ganadero mientras ordeña a sus vacas frisonas en un viejo y angosto establo donde el zumbido de un motor se mete en la conversación con la misma insistencia de las moscas. “En breve me mudo a una nueva nave que me estoy construyendo yo mismo”, dice feliz, con una amplia sonrisa.

De vecino tiene a la quesería La Pandiella, la de mayor volumen del consejo: 3.000 litros diarios de leche comprados a terceros frente a los 200 de Asiegu. Y también a Alberto, que encontramos paseando con su bastón, su gorra y sus pantalones de montaña por el excepcional mirador a los Picos de Europa, con el Picu Urriellu [el Naranjo de Bulnes] queriendo hacerse ver entre las nubes. Pastor retirado, a sus 83 años sigue cantando como los ángeles y se entretiene explicando algunas de las costumbres de antaño, como envolver el queso en hoja de plágano [un árbol de la zona], al que ha sustituido el papel de aluminio por motivos de higiene. Por la misma razón, la mosca ya no pica ni deja de regalo larvas de gusano moviéndose en su interior.

Jessica López, de quesería Maín, asevera: “Hemos hecho un gran esfuerzo para ganar en calidad año tras año”. Joven productora, se le puede considerar ya veterana; no en vano, lleva cinco años como presidenta del consejo regulador, con todo el esfuerzo extra que supone por las labores de representación que exige el cargo. Estudió diseño gráfico en Oviedo, pero enseguida lo dejó. Corría 2007 y también volvió a sus orígenes, a Sotres, donde su familia hacía queso antaño. “A mi marido y a mí no nos gustaba la ciudad, así que nos fuimos a empezar de cero a la montaña, donde los inviernos pueden ser duros. Pero no nos arrepentimos. La vida es plácida y son muchas las satisfacciones. Los primeros siete años alquilábamos la quesería, después tuvimos la nuestra y hace poco inauguramos un aula para recibir a los turistas, que son otra parte importante del modelo que hemos creado en Cabrales. Dejan ingresos en hoteles y restaurantes y son nuestros principales embajadores”, explica.

Al igual que Alberto, tiene rebaño propio, en su caso de cabras, aún más excepcional. La leche de vaca la compran fuera. En origen, el queso de la zona se elaboraba con el excedente de primavera y verano de tres animales. Por volumen, el principal abastecimiento lo proporcionaba la vaca casina, autóctona, que por su pequeño tamaño y lo fácil que da a luz, es un animal ideal para pastorear en zonas de montaña. Pero como su producción de leche es limitada, se sustituyó por la vaca Milka, la negra y blanca, de raza frisona. La oveja y la cabra eran los otros dos, que ahora aparecen en muy pequeños porcentajes, casi imperceptibles. Pablo, por ejemplo, es de los que opina que es puro marketing que se muestre en la etiqueta que se produzca con esas tres leches: “Su presencia es imperceptible”. Jessica, sin embargo, cree que si se incluyen altos porcentajes, la cosa cambia (a mejor), sobre todo si se apuesta por el toque caprino: “Da más untuosidad”, destaca.

LA AMENAZA DEL LOBO

En lo que coinciden es en que la vigilancia de la administración les atormenta. Jessica tiene sus argumentos de peso: “Me parece muy bien que se vigile a las grandes industrias, pero eso no puede implicar que a nosotros nos impongan los mismos requisitos, cuando somos artesanos. Nos obligan a estabular el ganado como si fuera una explotación intensiva, y eso en este entorno no funciona. Nuestro modelo es distinto”. Pablo asegura que tener el papeleo al día le exige cerca de tres cuartos de hora por jornada y se le antoja excesivo: “No llegamos”.

La presidenta de la D.O.P. Cabrales añade otra queja a las autoridades: su defensa a ultranza del lobo. “Se están paseando por los alrededores del pueblo. No puedes hablar de controles porque te come la gente, pero debe haber un equilibrio”. En tono triste afirma que puede que más pronto que tarde tenga que abandonar su faceta como ganadera. “Los pastos y los pastores están desapareciendo a consecuencia del lobo, y eso amenaza la subsistencia de todo este delicado ecosistema. La calidad de la carne y la leche se nota cuando los animales están encerrados y no pueden salir a caminar y comer. Y si eso ocurre, se produce otra consecuencia negativa: no limpian el monte de maleza y matorral, que, al crecer, al primero que ahuyentan es al lobo; a ningún animal le gusta. Además, se fomentan los incendios”.

No obstante, es optimista respecto al futuro de Cabrales: “Los jóvenes entran con ganas: se mueven más, buscan otros puntos de venta… Yo creo que lo están haciendo bien y gracias a Dios se está produciendo un relevo generacional, que tanto temor ha causado. Quiero que esto no se apague, que más gente quiera entrar”, dice ilusionada. Su tesón ha propiciado que Maín haya ganado tres años el primer premio del Certamen del Queso de Cabrales. En la última edición, celebrada en Las Arenas el 25 de agosto en un ambiente propio de feria popular, fue tercera. El primer puesto correspondió a Quesería Arangas, por cuyo lote de 2,5 kilos el restaurante ovetense el Llagar de Colloto pagó en subasta 20.500 euros, precio que fulminó el anterior registro del Guinness World Records como el queso más caro del mundo, alcanzado por otro cabrales el pasado año: el mismo restaurante llegó a 14.300 euros, que supusieron la entrada por primera vez en el libro de los récords. ¿Una locura?

Una bendita locura para Isabel Marcos, bióloga y directora de certificación de la D.O.P, que justifica por la publicidad que da a todos. El rigor, en todo caso, está garantizado. Detrás de la deseada algarabía mediática hay un serio trabajo impulsado por el consejo regulador de una denominación que nace en 1981, cuando tan solo existía la del queso de Roncal, en el Pirineo navarro. Tan bien lo ha hecho en este tiempo que su nombre se ha impuesto al tradicional, porque este queso se llamaba picón, pero como esa denominación se iba a reservar al elaborado en el concejo asturiano de Peñamellera Baja, pasó a llamarse cabrales, que ha ganado más fama al anterior fuera de las fronteras asturianas. Marcos destaca el esfuerzo hecho para que la cata sea menos empírica a favor de criterios más técnicos y que los controles sean más generalizados. “El resultado es que hay menos diferencias de calidad aunque el uso obligado de leche cruda impida resultados homogéneos”. Resalta también que el certamen incita a las queserías a dar lo mejor de sí.

SIDRA U OPORTO

Otro veterano en el concurso es Juan Carlos Bada, jefe de cata, quien añade otra virtud al cabrales: ser el estandarte del queso asturiano y servir para promocionar a todos los demás: gamoneu, afuega’l pitu, casín, picón… De otros azules los distingue por su picor, retrogusto y untuosidad. “Es único”, asegura. “Pero como se desgrane, malo…”. Para aguantar el tute que supone catar 17 quesos come manzana, cuya acidez limpia las papilas gustativas. Por ese mismo motivo le gusta acompañarlo en sus ratos de ocio con sidra, aunque tampoco le hace de menos a un oporto. Bebidas alcohólicas dulces como esta o un PX jerezano son de las pocas que aguantan el reto de enfrentarse airosas a un cabrales; al tinto se lo come.

Como Jessica, Bada defiende que la leche de cabra, en altos porcentajes, aporta interesantes matices por su particular grasa y aprovecha para alabar el trabajo del consejo regulador: “Ha hecho una importante vigilancia de la higiene, ha creado su propio panel de cata y ha hecho analíticas antes que otros”, dice el antiguo director, ya jubilado, del Instituto de Productos Lácteos de Asturias. Junto a la D.O.P, este centro dedicado a la investigación y vinculado al CSIC ha promovido muchos avances desde la perspectiva de la tecnología aplicada al queso, como el desarrollo pionero de un fermento autóctono y específico para el cabrales tras una minuciosa selección de bacterias. “A la leche pasteurizada se añaden fermentos industriales para que se pueda crear el queso; en este caso, siendo la leche cruda, lo que hace es potenciar el sabor”, aclara Bada.

Fuera de consideraciones técnicas, junto a la confluencia de los ríos Casaños y Cares sigue la fiesta bajo la carpa en un cálido y nuboso día del final del verano. El nutrido grupo de visitantes habrá dado cuenta al final de la jornada de los más de 1.500 kilos de este manjar de Picos de Europa elaborado por las 17 queserías que se presentaron a concurso, con precios entre 22 y 35 euros el kilo. Iván Suárez, del Llagar de Colloto, muerde su queso para la foto emulando a Nadal. Una buena porción la comió con familiares y amigos el día de su cumpleaños, el pasado 2 de septiembre, otro día más en la heroica labor de producir queso de Cabrales, que al menos tiene un precio.

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