Llegar al campo de los Gutiérrez no es tarea fácil, menos si uno no cuenta con una camioneta dispuesta a trepar por un camino de piedra, porque literalmente se va cuesta arriba en las sierras centrales. La subida empieza apenas uno deja la autopista 25 de Mayo, en el tramo que va desde Suyuque hasta Villa de la Quebrada, y forma parte de un paraje conocido como Los Canales.
Hay que atravesar una tranquera y acelerar entre espinillos y algarrobos rumbo al cielo. Y no es una metáfora, realmente el paisaje que ofrece el campo es una copia fiel del paraíso, con un arroyo caudaloso que le pone música a los sentidos que parecen explotar entre tanto verde e inmensidad.
Los Gutiérrez son tres hermanos: María, Valerio y Paulina, a quien el físico ya no le da para seguir con el ritmo de trabajo agotador que requieren las tareas rurales. Ella es la que se encarga de la casa y da una mano cuando llega la leche recién ordeñada de las cabras para comenzar con la fabricación de quesos y quesillos, la especialidad de la casa.
Los que se siguen arremangando día a día son María, que a los 70 años uno no sabe de dónde saca tanta energía, y Valerio, un hombre de pocas palabras y mucha fuerza, que es quien maneja los animales y hace las tareas pesadas, aunque su hermana no se queda atrás, además de llenar los silencios que deja su compañero contando una anécdota detrás de la otra y poniendo en palabras cada actividad que encaran juntos. “Más que hermanos somos amigos”, define ella con simpleza una relación que lleva toda una vida, en la él se encarga más de las vacas y ella de las cabras, una tradición del campo puntano que se remonta a la prehistoria de los tiempos.
Nacieron en Nogolí y siempre estuvieron en el campo, salvo un corto período allá por 1983, en plena “revolución industrial” puntana, cuando María estuvo trabajando en una fábrica textil de la ciudad. También dejó la tierra familiar entre 1997 y 1999, cuando San Luis puso en marcha el primer Plan Caprino, y entonces iba todos los días a armar quesos a un establecimiento en Villa de la Quebrada, donde aprendió este verdadero arte gastronómico junto con un maestro del que ya no recuerda el nombre, pero sí todos los consejos que le dio y que hoy aplica para elaborar los que, según sus vecinos, son los mejores quesos de cabra de la provincia.
En los últimos días tuvieron ocho cabras muertas por haber ingerido una planta venenosa. Además, en la zona acechan los pumas y las jaurías de perros salvajes.
No deben exagerar, porque lo cierto es que María se lució en la última edición de la Fiesta del Queso y el Quesillo de esa localidad, realizada un par de semanas atrás. “La Intendencia me dio un stand y vendí todo en un rato, no lo podía creer”, recuerda con una sonrisa. Ese empujón comercial la lleva a pensar en grande: acicateada por el Ministerio de Producción, quiere comenzar a participar de la Feria de Pequeños y Medianos Productores, aunque ella mejor que nadie sabe que necesita más volumen para enfrentar a tanto público que llena los parques en cada convocatoria, tanto en San Luis como en Villa Mercedes.
Y más volumen implica una majada más importante, porque son las cabras las que proveen la leche indispensable para esos quesos exquisitos. Y justamente allí está uno de los problemas, porque la majada ha tenido algunas bajas inesperadas en los últimos días. “Me aparecieron ocho cabras muertas por comer una planta venenosa, que con los días húmedos que hubo dan un fruto que es una especie de meloncito que se ve que las tentó. Quedaron hinchadas, empastadas, es una pena…”, lamenta María, quien está en pleno proceso de desprenderse de los cuerpos inertes, por eso en el aire flota un olor a quemado que hace fruncir el ceño.
Cuando nos acercamos al corral encontramos la respuesta. Una masa de la que solo se distinguen pelos ennegrecidos despide un humo oscuro, penetrante. Son las cabras muertas a las que les prendieron fuego para evitar males peores. “Las abrí para ver qué les había provocado la muerte y ahí me di cuenta, esa planta hace el mismo efecto que el palque”, agrega Valerio, quien carga en la cintura un cuchillo, una tijera y una honda, el arsenal completo de trabajo y que le permite mantener los alambrados firmes y clavar postes donde haga falta.
Como en el campo está un equipo del Ministerio de Producción que llegó para hacer el sangrado de la majada y descartar casos de brucelosis, María se acerca con una rama de la planta “maldita” y les pide si la pueden llevar a analizar, para ver qué se puede hacer. Se entiende su preocupación, las cabras andan muchas horas por las sierras comiendo lo que encuentran, y si bien suelen ser astutas y evitar lo que les hace mal, esta vez cayeron en la trampa y ella necesita terminar con ese foco de muerte. “Ya la vimos, estamos recorriendo toda la zona para sacarla, pero con las últimas lluvias parece que se reprodujo bastante”, lamenta la productora.
Mientras los veterinarios del Gobierno preparan los tubos de ensayo y las jeringas para internarse en el corral y comenzar con la toma de muestras, María cuenta que también tienen otro campo entre Río Grande y Nogolí, más alto que este de Los Canales, donde hay vacunos y caballos. Aquí mismo se ven dos vacas atadas como si fueran mascotas. “Están para engorde”, aclara ella con naturalidad, mientras el canto del arroyo lo envuelve todo y la lleva a elogiar el paisaje: “Es un valle precioso”, dice sin que nadie en el mundo la pueda contradecir.
Son 38 hectáreas enclavadas en las sierras, pero ellos las miden en “lomas” a la hora de contar lo que tienen por herencia familiar. Las gallinas andan sueltas y son las que dan los huevos que también comercializan entre los vecinos y en Villa de la Quebrada. Y por todos lados hay frutales, tantos que les resulta imposible recoger todos lo que ofrecen con generosidad. “Ya estamos grandes, la fruta se cae y juntamos lo que podemos para hacer dulce, pero no damos abasto”, reconoce María, que cuenta con nogales, durazneros, higueras, manzanos y naranjos. “Me faltan manos para trabajar”, dice y se mira las suyas, callosas, fuertes, armadas para cualquier tarea, pero insuficientes en número ante tanta abundancia que da la naturaleza.
Las cabras se nota que están bien trabajadas, que hay buena genética. Se ven algunas Saanen “acriolladas” muy blancas; las clásicas Anglo Nubian, que se conocen por sus orejas más grandes y por ser marrones y negras, y cinco chivatos fuertes, que darán trabajo para poder aplicarles la aguja y sacarles sangre. Menos mal que los “Julios”, Lima y Lucero, los muchachos del ministerio, se dan maña para todo y no hay cabra que se les escape a sus guantes de látex y su precisión para hacer la toma, casi siempre a partir de una pata trasera, o bien por los largos cuernos que tienen algunas.
Los acompaña Juan Manuel Celi Preti, jefe del Subprograma Producción y Genética Animal, quien es el que archiva cada muestra y provee las agujas limpias. Si alguna aún se resiste, ahí está Valerio con un lazo para echarlas por tierra y poder seguir con la tarea.
La presencia de los profesionales es una oportunidad para aprovechar y Valerio lo hace porque no sabe cuándo va a tener otra visita con tantos conocimientos. Entonces pregunta por un cuello hinchado y Celi Preti cree que es bocio, una enfermedad que se da por falta de yodo. Hay otra cabra que renguea y también le hace ver la pata. Es un intercambio muy constructivo, de gran ayuda para los pequeños productores que están alejados de las zonas urbanas y parte del plan integral de apoyo, que tiene también capacitaciones y análisis gratuitos en el Laboratorio del Campo, para seguir mejorando la sanidad de todos los animales de San Luis.
Clase práctica de quesería
Mientras trabajan en los corrales, este cronista se apoya en los troncos que lo delimitan para escuchar a María, que es un libro abierto. Marca algunas cabritas que parecen gacelas y algo de verdad hay en eso porque son cruzas con estos animalitos silvestres. “Salen muy bonitos, te das cuenta por las orejas más redonditas”, describe la productora, quien calcula que puede recolectar 30 litros de leche diarios tras el ordeñe matutino, aunque “en esta época estamos escasos, porque la mayoría está preñada”. Esa leche se la venden a vecinos que contactaron gracias a la fábrica que funciona en el pueblo.
María también brinda una clase práctica para diferenciar el queso del quesillo, aunque luego dará de probar los dos y uno no sabrá con cuál quedarse, porque ambos son muy ricos. “El quesillo se deshidrata, por eso es más chato y dura menos, hay que comerlo enseguida”, asegura y cuenta un secreto que aprendió hace dos décadas, de la mano de aquel maestro quesero anónimo: “Recién salida de la cabra, a la leche hay que ponerla con hielo a colar. Eso evita la acidez y los quesos salen más suaves. Si el queso es fuerte, o tiene muchos agujeros, es porque falta higiene”, es su definición rotunda.
Enseguida dirige la mirada al corral y distingue un chivato negro, puro contraste con la majada. “Es un polizón”, dice resignada, con una velada crítica a algunos vecinos descuidados.
Y enseguida arremete contra ellos: “No hacen tareas sanitarias, dejan las cabras sueltas, se despreocupan de todo y perjudican a los que trabajamos bien. No vacunan ni entierran a los animales muertos, se llena todo de moscas. Para conocer una majada y sacarle un buen provecho, hay que vivir con ella”, se queja sin perder la calma, consciente de que ella hace las cosas bien y esperanzada con que los muchachos del ministerio “los visiten y los hagan entrar en razones”. Ellos prometen que harán lo posible y siguen con la tarea del sangrado.
Mirar todo desde afuera da otra perspectiva y permite encontrar pequeñas perlitas. Por ejemplo, hay dos cabritas separadas del resto, en un corralito mínimo, aunque ellas se desesperan por salir, nerviosas ante tanto berreo. “Son mis regalonas, una es fruto de un parto de trillizas, la única que sobrevivió, y la otra no come sola. Si las suelto, seguro que van derecho al palque…”, describe María, que marca otra que tiene un cuerno roto y asegura que fue porque “se encajó contra el cerco”. Y hablando de cuernos, las mochas chocan entre sí cuando se encuentran de frente y la dueña dice que “en celo son capaces de matarse”.
Las cabras tienen cría dos veces al año. “Entran en celo en noviembre, si es que llueve lindo, lo importante es la sanidad y el alimento”, asegura María, quien agrega que las pariciones se dan en el período noviembre/diciembre y en mayo/junio. Los machos los venden una vez engordados para los que siempre están ávidos de ponerlos en la parrilla, algunos son alimentados a pasto, lo que hace que la carne sea más rojiza, y otros a leche, de carne blanca y bien suave, según el gusto del consumidor. Mientras tanto, las hembras pasan al plantel de madres para aportar nuevos cabritos y la leche, materia prima indispensable para la fabricación de quesos.
Como hay dos cabritas con mocos y Celi Preti enseguida diagnostica que pueden ser parásitos y les aplica un remedio, rápidamente la dueña del campo aclara que ellos desparasitan tres veces al año, en otoño, invierno y en pleno diciembre. Porque según María, la fórmula es “aprender de los veterinarios que nos visitan y preguntar todo, sacarnos cada duda y aplicar lo que nos enseñan”. Uno de los consejos fue poner cal en la salida del corral, para que se adhiera a las patas de las cabras y luego no se les infecten cuando pisen algunas plantas con espinas.
Esa humildad, combinada con los conocimientos ancestrales que vienen de los padres, dueños de ese campo enclavado en las sierras centrales, le permite a María salir adelante aun de las situaciones más complicadas que le tocó afrontar, que no fueron pocas.
“Llegamos a tener 250 cabras, pero en un momento las perdimos todas porque había una jauría de perros tremenda en esta zona. También los pumas hacen mucho daño, pero no tanto como esos perros, que no hubo más remedio que eliminar, porque estaban terminando con todo”, cuenta la productora, que tiene una fecha clavada en su mente como una aguja molesta, imposible de olvidar: el 28 de diciembre de 2019.
“Ese día se desató el peor incendio que yo haya visto, porque además vino con viento Zonda incluido. Una época malísima, perdimos toda la vegetación, todavía hay huellas de ese fuego, que llegó hasta el barrio Sierras Marianas, pensamos que íbamos a perder todo”, recuerda María, mientras sus ojos parecen revivir aquellas jornadas tan complicadas del verano pasado.
Lamenta tanta vegetación autóctona perdida, “porque si llega a llover bien de acá en más, va a tardar 50 años en recuperarse el monte. Lo único bueno es que el fuego se fue por las orillas, defendimos la casa como pudimos, y logramos zafar”. No exagera la productora, ese incendio amenazó la ciudad de La Punta y sus efectos todavía se ven en las laderas ennegrecidas, con muchas ramas secas, en todo el camino que une El Suyuque con Villa de la Quebrada.
Pero como toda la gente de campo, María mira hacia adelante, tiene proyectos, quiere que su establecimiento prospere. Por eso está interesada en consultar por los beneficios que ofrece la Unidad Ejecutora Provincial (UEP), que se encarga de distribuir los fondos de la Ley Caprina para mejorar las condiciones de vida de los pequeños productores. “Me gustaría tener una ordeñadora, o mejorar los corrales. Todo viene bien para que la majada rinda un poco más, con la situación económica actual necesitamos la ayuda del Estado”, plantea la mujer ante la persona indicada, porque Celi Preti es el presidente de la UEP.
El funcionario le explica los lineamientos básicos del proyecto, le aclara que va a necesitar un formulador, que debe ser un profesional veterinario o ingeniero agrónomo y la invita a la próxima reunión del organismo, porque se acerca la fecha de ir a pelear a Buenos Aires por los fondos para San Luis, y todas las voces son necesarias. María se queda conforme, entusiasmada con la posibilidad de mejorar su calidad de vida. Hace cuatro años llegó la luz eléctrica a su casita mitad ladrillo, mitad adobe; así que una máquina para sacar más leche sería un premio perfecto para este 2020, que ya la vio brillar en una feria y va a ir por más.
Los veterinarios terminaron ya con el sangrado y se preparan para volver a la ciudad. Las cabras, excitadas, no ven la hora de salir del corral rumbo a las sierras, porque sienten en el cuerpo que es la hora de comer. Los algarrobos bajos denuncian que fueron “ramoneados” hace poco tiempo, pero vegetación es lo que sobra en este paisaje encantando, en el que María asegura que hay más de 50 vertientes de agua dulce.
Llega la hora de la despedida y será con un quesillo bajo el brazo para cada uno de los visitantes. Son el fruto del trabajo cuidado de esta mujer luchadora, que aprendió a vivir con poco y a pelearla día a día sin pretender más de lo que su realidad le supo dar.