Tomemos el PBI. Difícilmente podría ser más básico. Para continuar con la analogía de la cocina: digamos que tiene invitados a cenar. De modo que coloca todo en el plato, fresco o podrido, dulce o agrio. Troza todo y lo coloca en un recipiente. A continuación, lo estudia bien en su cabeza para que cada invitado reciba una cantidad igual.
Ahora bien, esto no nos dice si lo que cocinamos es bueno o malo, quién recibirá qué en la práctica, cuánto necesita cada uno para sentirse satisfecho, si algunos invitados se pueden sentir mal por comer en exceso, o, de hecho, si algunos de los ingredientes pueden causar alergia. En teoría, alimentó a todos, y de manera justa, de modo que todo está en orden.
O tal vez no. Los indicadores de acceso a los alimentos quitan el sueño a los economistas que trabajan en asistencia alimentaria. Y en un mundo con 821 millones de personas que pasan hambre, así debe ser.
Sin duda, se puede medir la ingesta promedio de calorías per cápita en cada país, y de hecho lo hacemos. Según las estadísticas, por ejemplo, en los países ricos del Norte cada persona disfruta de un promedio de 3000 calorías o más por día, mientras que en los países más pobres la cantidad se sitúa por debajo de las 2000.
Esto es sin dudas útil en lo que respecta a indicadores amplios. Lejos está de ser insignificante el hecho de que, en la República Democrática del Congo, la provisión alimentaria per cápita esté 300 calorías por debajo de las 2100 requeridas. Una vez más, este indicador no es más sofisticado que el PBI y, de hecho, está en gran medida relacionado con él. De manera bastante intuitiva, nos indica que una organización como el Programa Mundial de Alimentos (PMA) de las Naciones Unidas debería concentrar sus esfuerzos en el Congo en lugar de, digamos, Japón. Pero no nos dice cómo se distribuye en realidad el déficit de calorías entre los ciudadanos congoleños, ni cuál es el contenido nutritivo de las calorías disponibles.
Así que debemos cortar en dados mucho más finos. La Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (ONUAA) calcula lo que se conoce como un coeficiente de variación (CV) del consumo de calorías. El CV asigna a cada país un valor de 0 a 1: cuanto más cerca de 1, menos equitativa es la distribución. Esto nos permite diferenciar entre naciones con indicadores de riqueza similares. Otro parámetro, la tasa de “asimetría” (SK), representa la forma de distribución de calorías en torno al promedio nacional. La tasa SK nos demuestra que los países desarrollados también tienen mucho camino por recorrer. Una vez más, Japón es un buen ejemplo: a medida que crece la esperanza de vida, la desnutrición parece estar aumentando entre los ancianos.
De hecho, cuanto más nos alejamos de la anticuada lógica de los promedios, más se nos recuerda que los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) —en nuestro caso, el Objetivo global 2, que busca terminar con todas las formas de hambre y desnutrición— son importantes para todas las naciones, ricas y pobres.
Sin embargo, debemos desmenuzar las cosas aún más. Las calorías no son iguales a los nutrientes. Las calorías tienen una enorme importancia. Son pura energía. Nos permiten mantenernos activo por un rato. Pero los nutrientes son los que nos permiten crecer de manera saludable y mantener una vida plena y fructífera. Grasa. Fibra. Ácido fólico.
Medir la ingesta de nutrientes es mucho más complejo que dividir la cantidad de calorías por la cantidad de personas. Sabemos, por ejemplo, que la grasa tiende a concentrarse en el Norte y es necesario que se desplace hacia el Sur. Entonces, la obesidad —un disparador traicionero de enfermedades no transmisibles— afecta a las naciones de ingresos altos y medios.
Para complicar aún más las cosas: cuando se trata de nutrición, igualdad no significa equidad.
Tomemos una familia con cinco integrantes: padre, madre, dos niños de 8 y 10 años y una hija de 15 años. En muchas culturas, la madre y la hija se encargarían de cocinar, aunque serían las últimas en comer y, por lo general, se quedarían con las sobras. Se puede pensar que lo correcto (además de ayudar en la cocina) sería asegurarse de que cada integrante de la familia reciba una parte igual de la comida. De hecho, tales son las necesidades fisiológicas de la adolescente que, para asegurar las mismas condiciones, debe obtener los cortes más selectos. Observe cómo los cálculos se convulsionan a medida que las necesidades dietéticas van en contra de la costumbre, y la igualdad estadística se desliga de la igualdad nutricional.
Entonces, ¿qué significa todo esto cuando usted es el proveedor de asistencia alimentaria más grande del mundo y trabaja para poner fin al hambre?
Bueno, significa que además de salvar vidas en emergencias, se esfuerza por cambiarlas. Significa que cada vez se le da más dinero a las personas para que se alimenten, porque esto les ofrece mejores opciones alimentarias e impulsa a los mercados a satisfacer sus necesidades. Significa que su objetivo se centra en los primeros 1000 días de un niño —el período entre la concepción y su segundo cumpleaños— que es crítico para su salud, longevidad y productividad futuras. Significa que le proporcionará a ese niño las comidas escolares más adelante en la vida, para que pueda ir a clases y se mantenga allí.
Significa que les facilita a las personas identidades digitales, lo que hace posible controlar y mejorar su estado nutricional. Que hace pruebas con todo, desde drones y satélites que pueden trazar patrones de seguridad alimentaria, hasta cultivos hidropónicos que permiten a los refugiados cultivar sus propios alimentos. Y que, a pesar de todo, permanece despierto durante la noche haciendo cuentas, tratando los temas desde este ángulo y desde otro ángulo, reflexionando sobre ellos de todas las formas posibles, hasta que llega el día en que el hambre no tiene dónde esconderse.
Arif Husain, economista en jefe, Programa Mundial de Alimentos de la ONU