Hace medio siglo que los Navarro y los Elía saben cómo hacer para que se hable de ellos. No de Hugo ni de Karina específicamente. Tampoco de Cacho o de Juan, ni de cualquiera de los otros 15 que integran “la familia”. El tema son los churros, adictivos y extravagantes, que se convirtieron, como un médano o una avenida, en una parte más del paisaje de Villa Gesell, Pinamar o Necochea.
Hugo Navarro y Cacho Elía lo supieron a tiempo, cuando Gesell todavía era un campo virgen para el consumismo que traerían las décadas siguientes. Hicieron marketing antes del marketing en un pueblito de verano que oscilaba entre lo hippie y lo cool y construyeron un pequeño imperio con recetas secretas y “locuras”, como ponerle roquefort, crema de limón o leberwurst a un churro.
El Topo es tan famoso por su tropa de vendedores que baja de los médanos al mar a la hora del mate, como por su cartel dado vuelta. Ideas hijas de la necesidad de sobrevivir y de aprovechar el estado de gracia en el que vive la gente que está de vacaciones.
“La gente paraba -todavía para- y pregunta por qué el cartel está al revés. Y justamente es para que pregunten”, sonríe Juan Navarro, 43 años, hijo menor de Hugo, algo así como vocero oficial del clan. Y agrega: “Tiene que ver con la creatividad y el marketing casero de dos pibes de veintipico a fines de los 60″.
Hugo Navarro y Cacho Elía eran tan amigos que hicieron todo juntos. Abrieron una “fábrica de churros” en el barrio porteño de Belgrano en 1965 después de accidentarse en moto casi al mismo tiempo y decidir que el trabajo que compartían -repartían cintas de películas de cine en cine- los iba a dejar en silla de ruedas demasiado jóvenes. Tres años y varios fracasos después mudaron la churrería de Capital a la avenida 3, entre las calles 109 y 110, cuando eso era estar al final de Villa Gesell.
“Mi abuelo materno era andaluz y en la familia había conocimientos de panadería. Así arrancaron, pero se tuvieron que mudar del local de Belgrano porque el humo del aceite entraba a los departamentos y luego en la Paternal no le vendían nada a nadie”, cuenta Juan.
La dupla de amigos tenían otro amigo que se echaba a la aventura en moto a Gesell. Estaba a pleno el movimiento hippie, Gesell era muy chiquito, lleno de jóvenes y vacío de churrerías. Hugo y Cacho vieron el hueco y allá fueron. Abrieron en octubre de 1967 y arrancaron a pleno en la temporada de 1968. Justo cuando Gesell empezaba a ser la alternativa relajada ante la opulencia dorada de Mar del Plata. Ellos estaban ahí.
Como tantos otros bolichitos gesellinos de aquella época, El Topo como tal le debe su existencia a un famoso letrista de la época, llamado El Principito. Cuando Hugo y Cacho lo convocaron para que pintara la ápatica leyenda “fábrica de churros”, el señor de los carteles les dijo “momento, ustedes tienen que ponerle un nombre conocido, algo que la gente reconozca, y lo recuerde fácil”.
El Principito era el único letrista de la villa. Un Don Draper artesanal. Y a todos les decía lo mismo. Por eso en Gesell existen o existieron negocios con nombres entre infantiles y psicodélicos como El Chavo del 8, El Globo Rojo, La Oveja Miope, Trapitos al Sol, Blanco y Negro, La Jirafa Roja o La Almeja Rota.
“Pónganle El Topo”, les dijo y les dibujó al más famoso, al Topo Gigio, la marioneta italiana que era furor. “Y les fue muy bien”, recuerda Juan. La influencia creativa del letrista los impulsó a jugar con los límites de la comunicación y la publicidad. Colgaron el cartel dado vuelta de “churros” y se transformó en su huella digital.
Sorruhc, se lee. De modo que para entender qué dice hay que detenerse y repasar. Sorruhc. Cuando ese código se mete en el inconsciente ya no sale y el dado vuelta es el que lee. Queda para siempre.
Don Draper, el genio perverso de la serie Mad Men, dice: “La publicidad se basa en una cosa, la felicidad. Y, ¿sabés lo que es la felicidad? La felicidad es el olor de un coche nuevo”.
Bien podría ser el olor del churro calentito.
Un día, mientras veían pasar al cocacolero por la playa, Hugo y Cacho se preguntaron por qué no iban ellos también hasta las reposeras y, así inventaron la manada actual de vendedores que recorren la playa de punta a punta, una guerrilla.
“Tuvimos el primer vendedor de churros de la playa. Y todavía lo tenemos. Se llama Dante. Vendió con nosotros hasta que mi viejo no quiso tener más vendedores. Después de un par de años vine yo, hinché las pelotas y volvimos a tenerlos”, explica Juan, el hombre detrás de la cuenta de Twitter oficial, donde “El Topo” es un personaje simpático, pacífico y de humor corrosivo que cuenta sus logros y tristezas, como el fracaso del churro verde: bañado en repostería de menta y relleno de crema de limón no vendieron ni uno.
Hace unos años, el churro de roquefort volvió a poner a la marca de los Navarro y los Elía en el centro de la conversación. Una publicación de Infobae en 2018 mostró el furor de ese verano por el sabor inesperado. “Pero nosotros lo teníamos desde 1968″, ríe Juan. La novedad llegó hace tres años a las papilas gustativas de España, país que se atribuye la invención de esa masa de harina frita. Una presentadora de noticias se indignó en el prime time televisivo por el sacrilegio de rellenar de queso un churro y se generó un debate que tuvo a los creadores del cartel al revés en el centro de la escena gastronómica española.
“El churro español es sin relleno y frito en aceite de oliva. Acá lo fritamos en aceite de girasol, es una diferencia importante, es otro sabor. Hay gente que hace muy bien los churros pero la clave está en la materia prima, en el aceite que usás para freír, en no usar grasa, y está en tener la cabeza puesta en el negocio, cuidar todos los detalles, comprar el mejor dulce de leche, tratar de tener los churros calentitos. Esa es la clave, no hay mucha ciencia”, dice Juan Navarro, como despreocupado.
“Nadie le gana al dulce de leche. Después viene el bañado en chocolate relleno con dulce de leche. Y atrás, el de pastelera. Luego el de nutella”, explican los Navarro. Sobre el “polémico” sabor, explicó que “surgió la idea de poner roquefort porque es un queso resistente, y con el calor queda bien”.
La idea nunca fue demasiado aceptada hasta estos últimos años cuando “vino la segunda generación y empezó a empujar con nuevos sabores como crema de limón, crema de naranja, óreo triturada, cheddar, lever, jamón y queso, crema de aceitunas y humus”, dice el vocero familiar que aclara: “A mí me gustan sin relleno”.
El Topo no sólo sobrevivió al paso del tiempo sino que se adaptó a la demanda del siglo XXI con una receta que no perecedera, la cercanía con el cliente. Forma parte de una época de la que salieron vivos pocos. Juan Navarro piensa en otro clásico gesellino para reflexionar: “Carlitos, El Topo, son lugares referenciales. Mirá, yo recuerdo ser adolescente e ir a Carlitos al salir del boliche Dixit. Me acuerdo que me pedía el panqueque Maradona (banana con dulce de leche bañado en chocolate) con un licuado Patricia Sarán (naranja y durazno) y me quedaba embobado mirando laburar a Carlitos Ciuffardi a esa hora, cómo metía la carne en el aro de acero y sonreía a todos, tocaba la campana cuando alguien cumplía años, hacía chistes. Y acá pasa lo mismo. La gente entra y nos ve trabajar a nosotros y tiene la misma sensación. Representamos ciertos valores de la cultura del trabajo y un vínculo con el pasado. Traemos buenos recuerdos”.