Kombucha, chía, bayas de goji, edamame, quinoa, espirulina, kale, probióticos… A todos nos suenan estos productos alimenticios, ya sea porque los tomamos habitualmente o por la turra que dan con ellos la publicidad y los medios de comunicación. Son los llamados «superalimentos» o alimentos funcionales, promocionados entre los consumidores por sus supuestos beneficios para la salud y sus –teóricamente– maravillosas cualidades nutricionales.
A pesar de que la legislación europea prohibió en 2007 comercializar productos bajo la etiqueta de «superalimento» sin una investigación científica que avalase tal denominación, lo cierto es que estamos saturados de oír hablar de manjares exóticos ricos en antioxidantes, en omega-3, en aminoácidos, bífidus, polifenoles y no sé cuántas cosas más que prometen mejorar nuestro cuerpo y, de paso, nuestra vida entera. En muchos casos el éxito de estos alimentos es temporal, fruto de una moda o de una buena campaña de mercadotecnia basada en la credulidad humana. ¿Quién no quiere vivir mejor, más tiempo, más sano? La búsqueda de la longevidad o de la salud perfecta no es una preocupación moderna, sino un deseo que arrastramos desde tiempos inmemoriales. Por eso han existido siempre superalimentos, manjares a los que se atribuían características casi mágicas que, con suerte, resultaban finalmente ser inocuos. Desde las especias en la Edad Media al chocolate en el Siglo de Oro, pasando por el bezoar (teórico elixir contra los envenenamientos), el barro (para tener el cutis más pálido) o el supuesto poder afrodisíaco del ámbar gris. El ahora prosaico caldo de carne concentrado fue un verdadero fenómeno durante el siglo XIX, igual que se consideraron portentosas las propiedades del plátano o del yogur.
En un artículo anterior hablamos ya de la historia de este producto lácteo y de su popularización en España a través de Isaac Carasso y su marca Danone, pero hay mucha más tela yoguril que cortar. Buscando información sobre los gustos gastronómicos de doña Emilia Pardo Bazán me he topado esta semana con un artículo suyo, publicado en la revista ‘La Ilustración Artística’ el 8 de diciembre de 1913, en el que habla de la pasión desatada por lo que ella llamaba «yugur». Jourt, giayourt o yoghourt fueron algunos de los complicados nombres y grafías que en principio se aplicaron a un alimento típico del Imperio Otomano hecho con leche fermentada. Las investigaciones del bacteriólogo ruso Ilia Metchnikoff sobre los bacilos vivos del yogur y sus efectos sobre la flora intestinal dieron pie a que aquella cuajada blanca y agria se difundiera por toda Europa, anunciándose como el secreto de la longevidad de los campesinos búlgaros.
«Empiezan a llegar, hasta Madrid por lo menos, ciertos preparados de efecto especial», escribió Pardo Bazán en 1913. «En el afán que a todo el mundo le ha entrado por cuidarse y por vivir muchos años, ha dado en correr una conseja poética dc la longevidad de ciertos pueblos de Europa y Asia. Parece que esos búlgaros viven sus cien años tan fácilmente como aquí se alcanzan los cincuenta o sesenta, y lo deben al famoso «fermento», que les limpia las cuevas donde florecen los malos microbios que nos emponzoñan. En vista de lo cual se ha tratado de averiguar cómo tal fermento se produce y en Madrid lo hacen, sin que yo me atreva a afirmar que exactamente igual al búlgaro, no porque desconfíe en lo más mínimo de los señores que lo fabrican y expenden, sino porque la filosofía escéptica aconseja conservar siempre una leve picazón de duda respecto a cuantas cosas existen en este bajo mundo. Sea o no idéntico al que almuerza el Zar Fernando, el fermento que se vende en Madrid es grato al paladar (hablo del Yugur, no del Kéfir), y peligroso para el bolsillo, pues cuesta bastante si se ha de tomar en cantidades curativas».
Aunque Danone tardaría aún seis años más en fundarse, por aquel entonces ya había bastantes personas dedicadas a la fabricación del milagroso yogur tanto en Barcelona como en Madrid. El pionero fue Raimundo Colomer y Ribas, que a finales de 1907 solicitó la patente de introducción de un procedimiento para fabricar «Yohourt». Enseguida comenzaría a comercializarlo en una tienda de la barcelonesa calle Aviñó como «alimento vigoroso, desinfectante intestinal y reconstituyente de primer orden». El yogur de Colomer prometía además salud, belleza, juventud y larga vida: en sus anuncios aparecía un dibujo de un señor turco luciendo 117 años de pimpante edad. La fiebre por la «leche cuajada búlgara» llegaría a Madrid y a oídos de la Pardo Bazán en 1913, cuando la lechería-pastelería La India (calle Montera número 12) sacó el yogur de las farmacias y de las consultas médicas para incluirlo entre su catálogo de productos aptos para una merienda elegante: helados, refrescos, pasteles, chantilly y yoghourt. Medicamento prodigioso y postre todo en uno, como para no despiporrarse por él…