Este emprendedor bonaerense construyó la empresa familiar junto a su esposa. Tenían un sueño para sus hijos y la enseñanza del abuelo. En 20 días el coronavirus se lo llevó.

En 1995, Alfredo Trucchia tenía 41 años, trabajaba en una cooperativa rural y, después de pensarlo mucho, tomó una decisión que iba a cambiarle la vida para siempre.

Su esposa, Mireya Suárez, era 6 años menor, profesora de inglés en la escuela y particular. Juntos criaban a sus cuatro hijos: Belén, María Eugenia, María de los Ángeles y Leonardo.

Todos vivían en Conesa, partido de San Nicolás, un pueblo típico de la provincia de Buenos Aires, a 43 Km de Pergamino y muy cerquita del límite con la provincia de Santa Fe. Una zona donde la actividad agrícola ganadera es el motor de la economía. Un lugar muy tranquilo para vivir y criar a los hijos.

Pero el matrimonio tenía un sueño que, en aquel 1995, lo llevó a patear el tablero y apostar por un cambio que traspasaba lo económico para aferrarse a la familia. Querían que sus hijos estudiaran una carrera y, ya recibidos, volvieran al nido para sumarse a un nuevo emprendimiento familiar.

Con esa idea en mente, durante el tiempo que les dejaban sus trabajos, comenzaron a alquilar algunos campitos en la zona, comprar unas vacas y equipos con la idea de tener un tambo propio.

Pero en 1995, decidido como pocas veces, Alfredo vendió la pequeña sembradora de la familia y compró 7 vacas lecheras que serían el capital inicial para el tambo que, más de 25 años después, se convertiría en lácteos Don Eugenio.

Un emprendimiento con historia

El nombre no fue casualidad. Don Eugenio era el abuelo de Alfredo, un italiano que arribó a la Argentina empujado por la guerra en Europa y dispuesto a “hacerse la América”, como decían en esa época. Llegó solo y se instaló en un campo de Conesa, donde se casó y armó toda su familia.

Y don Eugenio quería mucho a su primer nieto, Alfredito. Lo llevaba al campo todo el tiempo y le enseñaba lo que había aprendido en tantos años de trabajo rural: “En el campo, si querés superarte y prosperar, tenés que agregarle valor a lo que producís. Lleva más esfuerzo y trabajo, pero es muy rentable”.

Cuando Alfredo y Mireya decidieron apostar por su emprendimiento, las palabras del abuelo se hicieron ley y pensaron de qué manera iban a agregarle valor a la leche.

Ambos ya habían dejado sus trabajos para dedicarse por completo al tambo que, por entonces, contaba con el ordeñe de las siete vacas y una transformación básica para la elaboración de masa para mozzarella.

“Así arrancamos todo”, recuerda Mireya. Y al poco tiempo entendieron que si hacían queso podían darle más valor a su leche. “Me comuniqué con el INTI de la zona y empecé a hacer cursos para poder elaborar los quesos”, cuenta en diálogo con A24.com.

El emprendimiento creció poco a poco y los 4 hijos del matrimonio pudieron ir a estudiar a Buenos Aires.

La actualidad de Don Eugenio

Hoy, la empresa láctea familiar tiene una planta en el Parque Industrial de Pergamino y hasta un laboratorio propio donde realizan los controles que requieren todos sus productos: desde una amplia variedad de quesos hasta la reciente línea de leche en sachet que, además, comercializan directamente a través de los 7 locales que tienen en la zona.

Los cuatro hijos de Alfredo y Mireya regresaron al pago convertidos en profesionales que se encargan del tambo -que sigue funcionando-, trabajan en la empresa o en un emprendimiento relacionado con el negocio de la familia.

Construida a base de decisión, tradición familiar y esfuerzo, la vida de este emprendedor bonaerense refleja una historia que puede representar la de tantos otros que, día a día, trabajan en cada rincón del país para buscar sus sueños.

El golpe en la pandemia

Lamentablemente, a comienzos de junio, Alfredo Trucchia murió como consecuencia del COVID-19. Tenía 67 años y, hasta que pudo, trabajó con las mismas ganas e ilusión que tenía en 1995.

Su muerte va más allá de los números y horrores que impone esta pandemia porque visibiliza lo sucedido con muchos empresarios, emprendedores y trabajadores argentinos que continuaron su labor durante estos meses y que partieron, finalmente, por culpa de un virus que no hace diferencias.

“Estuvimos 48 años juntos y es una pena muy grande que una enfermedad así me haya quitado a mi compañero”, lamenta Mireya, todavía procesando el duelo. “Él estaba bien, sano, fuerte. Pero no pudimos hacer nada y, en 20 días, falleció”, asegura.

Alfredo fue una persona apasionada por su trabajo. Cuentan que en los días de internación seguía haciendo planes para la nueva línea de yogures que lanzaría Don Eugenio la próxima temporada. “Estaba planificando un viaje y cosas que queríamos comprar para la fábrica, por eso nunca creímos que esta enfermedad se lo llevaría”, reconoce su esposa, para quien “la tristeza es tan grande como el amor que nos tuvimos”.

Hoy, con todo el sufrimiento por la pérdida de su esposo, Mireya y sus cuatro hijos siguen trabajando en la fábrica, defendiendo lo que hicieron juntos, para honrar su memoria y continuar sus sueños y proyectos. “Alfredo nos dejó la vara muy alta, era un adelantado que siempre pensaba en el futuro. Y por eso la empresa logró crecer en tiempos de crisis o a pesar de muchas dificultades”, explica Mireya.

Don Eugenio es el espejo de otras pequeñas empresas familiares que tuvieron que atravesar la pandemia no sólo con un esfuerzo extraordinario por la situación económica sino, especialmente, con el dolor por la pérdida de un familiar o ser querido.

Y después, aún ahora, todavía con esa mezcla de sensaciones, siguen adelante.

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