Más fideos, menos leche, más alitas de pollo, casi nada de carne, poca variedad de verduras y frutas y comedores populares es el combo al que echan mano para poder comer las familias argentinas con menos ingresos. El impacto económico de la pandemia, de las cuarentenas y la inflación complicaron cada vez más las opciones con consecuencias para la salud que también presionarán sobre los costos del sistema. Pero los cambios de hábito son transversales, no sólo afectan a la franja más pobre.
Las 2,5 millones de personas que reciben la Asignación Universal por Hijo y las casi 3,9 millones que obtienen la Tarjeta Alimentar requieren de un refuerzo de comedores o de módulos alimentarios. Según la canasta básica alimentaria del Indec, en junio se necesitaron $28.414 para alcanzar el conjunto de alimentos mínimos para la subsistencia (y no caer en la indigencia), $4000 por encima de un salario mínimo. Para este mes, las consultoras privadas proyectan una inflación en torno al 3%, nuevamente con los alimentos presionando junto al esparcimiento por las vacaciones de invierno.
Andrea, mamá de cinco hijos del barrio Ciudad Evita, en Córdoba, cobra una sola AUH por cuestiones burocráticas y recibe la Tarjeta Alimentaria; hace y vende pan casero y bizcochuelos, y entre todo reúne unos $20.000 al mes: “Junto y hago una ‘buena compra’, yerba, azúcar, puré de tomate, fideos, arroz, aceite. Mucho guiso hago, con menudos o pollo, carne no”, cuenta. Los chicos habitualmente almorzaban en el comedor escolar; por la pandemia se reemplazó por un bolsón y recién regresan el 6 de agosto.
“El comedor me alivia un montón; ellos están acostumbrados a almorzar y cenar, mientras que yo tomo mate todo el día y después ceno”, dice. Para aliviar la situación en su barrio también tiene un comedor que atiende a unas cien familias.
“La malnutrición se puede dar tanto por carencia de alimentación (desnutrición) como por exceso; por ejemplo, mediante el consumo de alimentos poco saludables, pero más asequibles. Acceder a una alimentación adecuada en cantidad, pero también en calidad, es una condición necesaria para el desarrollo pleno de las personas”, dicen los investigadores del Centro de Implementación de Políticas Públicas (Cippec).
Alimentación desbalanceada
Hasta marzo del año pasado, un grupo de científicos ejecutó el proyecto Czekalinsky, en Córdoba: durante seis meses un grupo de voluntarios comería solo productos de la canasta básica del Indec, otro usaría los de las Guías Alimentarias (Gapa) de la Secretaría de Salud de la Nación y el tercero mantendría sus hábitos. Por alteraciones en la salud, ninguno del primero alcanzó el lapso estimado.
Martín Maldonado, politólogo e investigador del Conicet, cubrió cuatro meses, bajó seis kilos y se le dispararon los triglicéridos (grasa en sangre; alcanzó los 260 mg/dl), por lo que terminó la experiencia: “En esta primera etapa se mostró que la canasta del Indec es insuficiente como recomendación nutricional, obsoleta como medición de pobreza e inadecuada como medida de ingreso de referencia”.
De las otras dos voluntarias, una abandonó a los tres meses por un descenso de peso abrupto y, la otra, porque además de bajar de peso vio interrumpido su ciclo menstrual. Los análisis médicos marcaron que los tres registraron disminución en el calcio y la vitamina B12 y un aumento del fósforo.
El economista del Ieral Juan Manuel Garzón apunta que en la canasta de alimentos para Caba se relevan 87 categorías de productos, de las que 75% aceleró la suba de precios este año, está 1,5 puntos porcentuales por arriba de 2020, lo que dificulta la sustitución. “Que sea tan generalizado implica que hay un factor transversal”, dice, y apunta que el crecimiento de la oferta de dinero termina presionando los tipos de cambios paralelos y los precios.
“Hay algunos alimentos de la canasta donde hay influencia externa, como es el caso de la carne o de los aceites, y eso se monta sobre el problema macro argentino -agrega Garzón-. En la región, también afectada por lo internacional, no hay una aceleración de subas generalizada, se van compensando los precios. En una economía inflacionaria, no hay adónde ir, no hay sustitución que sea fácil; la canasta se ajusta por composición y calidad. El contexto también hace difícil tener precios de referencia y pierde el consumidor”.
Mirta Mamani tiene un almacén en el barrio Nuestro Hogar 3 de Córdoba y cuenta que la mayoría de sus ventas son con la Tarjeta Alimentar: “Apenas reciben los fondos, compran lo básico de lo básico, fideos, azúcar, yerba, aceite, sal. De leche, si compraban tres litros por semana, ahora es uno, y la carne es ‘palabra mayor’, eligen alitas de pollo, que cuestan $140 el kilo. Siempre buscan lo más barato; si subió, compran un paquete menos”, explica.
Granito de Arena es un merendero en General Mosconi (Salta) que gestiona Alberto Estrada -es mozo y volvió a su trabajo hace poco- y que se fondea con rifas, donaciones y ayuda municipal. De lunes a viernes da la merienda a 210 chicos y los sábados, el almuerzo y organiza actividades para capacitar. “Con la inflación no se da abasto; hay ayuda del Gobierno, pero no alcanza, porque las subas son constantes -cuenta-. Empezaron a venir adolescentes de 16 y 17 años, mucha gente se quedó sin trabajo y no llega para la compra completa, se hace lo que se puede”.
Mirada integral
Para el experto en nutrición Alberto Cormillot, una alimentación desequilibrada como la que se está expandiendo terminará, en el mediano plazo, presionando sobre el sistema de salud: “Varias de las enfermedades más comunes de la Argentina están vinculadas a los alimentos, como la hipertensión, el colesterol, la diabetes, el hígado graso, la anemia por falta de hierro o el síndrome metabólico. No sólo se come peor, sino que se retrotrajo la atención”, señala, y subraya que los programas para lograr alguna mejora deben actuar en “toda la cadena”.
Un trabajo del Cippec repasa que en el país la pobreza viene en aumento desde 2018 y se aceleró con la pandemia, principalmente por la caída de los ingresos laborales, sea por la pérdida de empleo como por la disminución del poder adquisitivo en términos reales. “La crisis está afectando más a quienes tenían una situación más precaria”, describe, y acentúa que fueron los hogares con jóvenes de menos de 29 años, de trabajadores con baja calificación y de informales, los más golpeados.
“La capacidad de los hogares para sostener sus niveles de consumo durante la crisis no solo depende del flujo de los ingresos laborales, sino que se relaciona también con la capacidad de ahorro previo que, por lo general, es menor en los estratos socioeconómicos más bajos”, sintetiza.
Karina Martínez es integrante de Docentes Autoconvocados Independientes de La Rioja, quienes vienen reclamando una mejora salarial. Grafica que el sueldo de un preceptor que recién se inicia es de $31.000 con la última suba: “No pueden pagar un alquiler y comer, por eso todos hacemos otras cosas, vendemos cosméticos, damos clases particulares, en contraturno se tiene un remis -agrega Martínez-. Comemos mucho pollo, no se pagan las cuotas y ahorramos hasta en la luz. El que se recibe no se puede independizar, porque no hay forma”.
El Cippec describe que la incidencia histórica de la pobreza muestra un piso difícil de perforar: en los últimos 30 años, la tasa medida por ingresos nunca fue menor al 25% de las personas. Incluso en períodos de alto crecimiento económico, una porción significativa de la población no mejoró; la pobreza crónica es de alrededor del 10%. Un dato extra es la infatilización de la pobreza: seis de cada diez chicos en el país están en esa situación.
Hay superposición de ayudas entre todos los niveles de Estado, básicamente en la entrega de alimentos; todos reparten bolsones con productos que reproducen el mix de mucha harina en distintas formas, azúcar y aceite. En los presupuestos tiene menos peso que las transferencias de dinero que los especialistas definen como “más transparentes”.