Fue un hombre capaz, inquieto, comprometido con su país, tan versátil que cuesta creer que todo lo que hizo haya entrado en una sola vida. Vicente Lorenzo del Rosario Casares Martínez de Hoz nació en 1846 en el seno de una familia patricia, lo que le abrió puertas, aunque no tantas como lo hizo su marcada autoexigencia.
Desde chico amó el campo. Su fortuna se extendía más allá de lo que podía apreciar desde el mirador de la casa principal, en el partido de Cañuelas. Fue allí donde se instaló, luego de abandonar los estudios a los 18 años, como socio de su padre, y fue forjando la Estancia San Martín, nombre elegido en honor a San Martín de Tours, patrono de Buenos Aires.
Casares cosechaba trigo. Pero a la vez, era un trotamundos que viajaba a los Estados Unidos y a las zonas rurales europeas donde hubiera ganadería digna de ver. Con los años, se convirtió en un buen ajedrecista que, además, repartía su tiempo entre la política y el campo. En 1876 fue diputado. Un año más tarde, autoridad principal de la Dirección Crédito Público de Buenos Aires. Estas gestiones le permitieron acercarse a los problemas sociales. Quedó impactado con uno: la dolorosa estadística de mortalidad infantil atribuida, en parte, a leche contaminada.
Imposible que Vicente mirase para otro lado, considerando que en 1879 levantaba su principal imperio: un matrimonio que le alegraría su más que completa vida con siete criaturas. Los nacimientos apuntalaban cada vez más su deseo de contar con leche segura.
Empezó su camino con un kiosco en el Parque 3 de Febrero, conocido por todos como “Kiosco Casares”, que ofrecía leche recién ordeñada. Los resultados lo entusiasmaron.
La Martona, un triunfo nacional
Vendió campos para hacerse de capital y en 1889, un año después de la llegada de su sexto hijo, viajó a París. Se celebraba el Centenario de la Revolución Francesa con una feria internacional en donde las naciones presentaban sus mejores productos. Casares compró maquinarias que trasladó en barcos a la Argentina. La inversión fue de un millón de libras esterlinas. Ese mismo año inauguró la primera industria láctea del país: La Martona.
El nombre era una clara referencia al apodo que una nurse le había dado a su hija Marta. La vaca elegida fue la Holstein Friesian, importada de Holanda y rebautizada en el Río de la Plata con el nombre de Holando-Argentina.
Mientras tanto, el emprendedor asumía nuevas responsabilidades. Fue el primer presidente del directorio de Banco Nación de la Argentina. De hecho, fue quien convenció a su amigo, el presidente Carlos Pellegrini, que debía disolver el Banco Nacional —sacudido por la crisis del 90— y crear una nueva entidad, que tuviera solidez para enfrentar la tormenta.
Aún en momentos inquietantes para la economía, La Martona fue un triunfo nacional. Por primera vez se higienizaba, filtraba, controlaba y clasificaba el producto y se vendía en el país leche maternizada. Como señal de aquellos tiempos, la fábrica se montó frente a la estación de ferrocarril. Esto ayudaba a la logística del producto. En 1893, cuando Casares se convertía en fundador y presidente de la Lotería Nacional, la manteca comenzó a exportarse a los países limítrofes, sobre todo a Brasil. Sumó campos en Tristán Suárez en su proyecto de ampliación.
En paralelo, La Martona llegó a la calle a través de los bares lácteos que vendían de todo: desde leche en vaso con vainillas hasta dulce de leche en barra y también cereales. En 1898, contaba con veintitrés locales diseminados en puntos estratégicos de la ciudad de Buenos Aires y alrededores. Allí también hacía gala de las sobresalientes condiciones de higiene.
En 1902 inició la comercialización de dulce de leche industrial. Luego, de la leche cuajada, antesala del yogur. En 1908, la Argentina se convirtió en el segundo productor industrial mundial de yogur gracias a la compañía creada por Casares. Ese mismo año promocionaba su dulce de leche como “el más sano y nutritivo postres para los niños, los ancianos y los enfermos (también para la humanidad)”. Mantenemos los paréntesis de la publicidad original. Otra forma de promoción consistía en relacionar su leche con la salud y la vida.
Fueron sucediéndose todo tipo de iniciativas, como el expendio de leche homogeneizada y la producción de la primera manteca envasada con papel sulfurizado, reemplazando a la clásica envoltura en géneros. Por ser considerada modelo, la estancia era un destino calificado para los paseos de visitantes ilustres al país.
Casares, el hombre que hacía posible todo lo que se proponía, murió el 30 de abril de 1910, a los 65 años de edad. Se le rindieron honores y la bandera se mantuvo a media asta en todos los edificios públicos.
El objetivo de La Martona: la calidad
El consumo de lácteos crecía a partir de la explosión demográfica. La asociación con los tamberos era fundamental para sostener la demanda. La empresa siguió adelante bajo el comando de Miguel Casares, hijo del fundador, y entre sus objetivos figuraron incursionar en la venta de jabón de crema de leche y apuntalar la manteca. En los años de la Primera Guerra Mundial se buscaba alcanzar la calidad de la dinamarquesa, que era la preferida de muchos consumidores.
En acciones conjuntas con los tambos, se consiguió un producto que, hacia 1918, desembarcó en los mercados internacionales, donde reinaban las mantecas neozelandesas y australianas. El proceso de expansión fue lento. Pero la compañía supo sostener el crecimiento, apelando al espíritu industrial del pionero: las máquinas para fragmentar manteca llegaron al país en 1923.
En esos años, se decía que quien contaba con suerte, “tiene leche”. Mientras que los beneficiados con una mayor dosis de fortuna, “tienen un tarro”, en clara referencia al tarro de leche. Con el tiempo, en la jerga, tarro se convirtió en sinónimo de suerte. Pero ahí no terminaban las alusiones. Porque en el hipódromo, se oía decir del que contaba con mayor fortuna de todos: “¡Anda con La Martona a cuestas!”.
En 1935, Miguel Casares decidió contratar a su sobrino escritor, Adolfo Bioy Casares (21 años, hijo de Martona Casares), para que redactara folletos de promoción. El joven convenció a su amigo Jorge Luis Borges, para que lo armaran juntos. Cuenta Bioy que lo hicieron en el campo de la familia, donde encontraron un libro que hablaba de una población búlgara donde la gente vivía hasta los ciento sesenta años. “Entonces se nos ocurrió inventar una familia —Petkoff— cuyos miembros, gracias al yogur, vivían muchísimos años”.
Ese fue el aporte de los dos grandes escritores argentinos a la compañía. Pero Miguel Casares no quedó conforme con el trabajo de la dupla. Le pareció que, a través de las historias narradas para destacar las propiedades de la leche cuajada, habían exagerado demasiado.
Así, plagada de condimentos, ha sido la fructífera historia de la empresa que funcionó hasta 1978. Su nombre se ha metido en el lenguaje popular de nuestros abuelos y también tuvo notables exponentes de la literatura abocados a su difusión.
Cañuelas, tambos, leche, higiene, salud, vida. Don Vicente Casares sembró una semilla fundamental para el desarrollo lácteo de la Argentina.