La industria lechera prosperó incansable en nuestra región a partir de finales del siglo XIX. Anteriormente, y según Sarmiento, en Argentina era más fácil conseguir una vaca que un vaso de leche.

No era costumbre en la población beberla, los tambos eran excentricidades de la elite, y el rico y nutritivo líquido blanco estaba solamente en sus barrigas. Con el tiempo esto cambiaría y se transformaría en un producto de consumo masivo e indispensable en la canasta básica familiar.

Las estancias criollas de miles de hectáreas criaban vacunos chúcaros y no se ordeñaba, comenta en su libro La lechería argentina y sus comienzos, Raúl Carman. En alguna de ellas, se mantenía cerca de las casas una vaca mansa con un ternero que, amarrado a la mano de la madre, se relajaba para mamar y dormir y permitía el ordeñe manual. Ambos animales eran necesarios para este procedimiento.

El proceso fue lento pero no dejó de crecer. Los primeros lecheros que tenían su campito en las afueras de Buenos Aires recorrían la ciudad de a pie, llevando de tiro una vaca y un ternero entre los tranvías y automóviles de la época. En las puertas de las casas los esperaban madres y niños con un tarro u olla: en el lugar se producía el ordeñe y la leche se vertía y consumía en el momento.

En 1889 Vicente Lorenzo del Rosario Casares revolucionó para siempre, en su estancia San Martín, en la cabaña La Martona, el sistema de producción y distribución de leche. Cañuelas se puso a la vanguardia y competía con los tambos del sur de Córdoba y de Santa Fe. Pero esta es otra Historia mínima.

“La verdadera fábrica de leche es la vaca”, afirma Don Tito Domínguez que trabajó en un tambo familiar gran parte de su vida en la ciudad de Cañuelas. En esta zona de la Cuenca del Salado proliferaron los tambos familiares en campos chicos durante las primeras décadas del siglo XX. Alejados de la tecnología que las grandes estancias podían ir incorporando, los pequeños tamberos hacían un trabajo sacrificado y constante.

En el campo de la estancia San Carlos Don Tito fue niño. Su padre era tambero y él lo tenía que ayudar en los quehaceres diarios. Todo muy humilde, apenas si corrales había, y los tejidos eran de tres hilos. No había molino y el agua para dar de beber a los animales o para enfriar inmediatamente la leche para que no se abiche, había que sacarla del jagüel a caballo. No existían en aquel entonces las botas de goma, en alpargatas de yute o en patas andaba la gurisada.

Recién en los años 50’ aparece la bota de goma Pampero, que eran coloradas con una banda blanca. Luego le hicieron la competencia las botas Pirelli, que eran de goma blanda y se emparchaban. Anterior a eso el frío era terrible. La familia de Don Tito repartía leche fresca en los Almacenes de Ramos Generales del Centro de Cañuelas. De ahí el mango diario. Una vida de mucho laburo, cuenta Domínguez.

Don Tito entraba al pueblo de calles de tierra con cuatro caballos y el carro en esa época, traía tambores de leche recién ordeñada para repartir en los Almacenes. Su vida en el tambo fue dura pero a él le gustaba, me cuenta que de gurí hacía las labores de cuidado y ordeñe de las vacas. No había feriados ni vacaciones, tormentas o calorones, las vacas no pueden esperar en los tambos.

Cuenta que los inviernos eran bravísimos, se juntaban las escarchas y había que romper un grueso hielo en los bebederos de las vacas. A los 6 años, recuerda que, una madrugada de invierno, saltó de la tibia cama a ordeñar, se puso una bolsa de arpillera doblada en bonete y atada con un hilo a modo de poncho y salió. Cuando se acercó y tomó la ubre de la vaca estaba calentita, el piso también estaba calentito por el estiércol recién abonado. Se abrazó a la teta y se quedó dormido.

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