Su “Garrafao” es uno de los 57 quesos brasileños que en septiembre se alzaron con una medalla en el bianual “Mondial du Fromage” de Tours, colocando al país sudamericano en el podio de los mejores del mundo, solo después de Francia.
“¿Qué comen sus vacas para que el queso sea tan gustoso?”, preguntaron admirados los colegas franceses, según la representante brasileña, Débora de Carvalho.
La apacible región montañosa de la granja de Cássia, en el sur de Minas Gerais, un estado con una histórica tradición quesera, alberga algunas respuestas.
En esta tierra a la que llegaron hace 300 años buscadores de oro, se fabrica queso desde que un zapatero italiano, Paschoal Poppa, llegó a principios del siglo XX a la aldea de Alagoa con una receta de parmesano.
Hoy, son 135 productores, una gota de agua entre los 35.000 que se estima alberga el estado, pero varios de ellos fueron premiados en las últimas ediciones del “Mondial du Fromage” y en las callejuelas de Alagoa varias reproducciones en miniatura de la Torre Eiffel dan la bienvenida a un naciente turismo gastronómico.
– Producción rústica –
Los premios en Francia “nos han cambiado la vida”, afirma Dirce Martins, que lleva 39 años en el oficio. “Antes apenas venía nadie por aquí. Nos daban lo que querían por el queso. Ahora tenemos muchos visitantes”, explica en un diminuto espacio de estanterías de madera donde se cura el queso “Fumacê”.
Sus vacas pastan a 1.500 metros de altitud, en tierras salvajes de gran riqueza microbiológica y junto a su esposo e hijo consiguen producir como mucho 60 unidades diarias de su queso ahumado, que acumula medallas desde 2017.
Cássia, que trabaja junto a su esposo Marcos, produce por su parte 15 kilos de queso al día con sus 15 vacas lactantes llamadas Francia, España, Dinamarca… “Son nombres fáciles, elegantes y femeninos”, explica esta emprendedora, de 32 años.
“Es un trabajo arduo: todos los días, de 6h a 22h. Con sol, lluvia e incluso embarazada”, afirma esta profesora de formación, que espera su segundo hijo. “Y la competencia es grande”, agrega, mientras muestra cómo la pareja se ocupa inclusive de la inseminación artificial de las vacas.
Cássia aprendió el oficio de su suegro. “Se convirtió en mi pasión. Al final el queso es casi un ser vivo”, defiende.
Hasta su granja ubicada en un recóndito valle llegan por una carretera pedregosa comerciantes de Sao Paulo y Rio de Janeiro a comprar su queso por 45 reales/unidad (8 USD), lo que les permite salir adelante. Deben mucho a su medalla de plata de Francia: “Nos dio mucha visibilidad”, admite.
– “Legalizar” el queso –
“Un premio supone una valorización de hasta un 20% para un queso francés. En Brasil, el aumento es de 300-400%”, ilustra Carvalho, directora de SerTaoBras, asociación que promueve los quesos artesanales.
Pero la fama internacional choca con la legislación brasileña, inspirada en las estrictas reglas sobre los productos de origen animal de Estados Unidos. Un queso debe “cumplir 900 condiciones” para venderse en todo el país y es muy difícil exportar, asegura Carvalho. De ahí que la mayoría de productos de la región cuenten solo con una autorización municipal de comercialización.
“Presionamos al gobierno para que legalice el queso artesanal a nivel federal”, explica Carvalho.
En Brasil, “es impensable un permiso para un queso como el Cabrales de España, que madura en cuevas naturales”, abunda por su parte Juliana Jensen, responsable de Investigación de los quesos Cruzília, que conservan una fabricación artesanal pese a funcionar como una industria.
Su “Santo Casamenteiro”, un azul con crema de queso, albaricoque y nueces, y forma de pastel de boda, se alzó con un “súper oro” en Francia. Con más de 90 productos, la firma aumentó 30% su producción en tres años.
Los premios hicieron que “los brasileños miraran para casa y valoraran los sabores y tradiciones” de su queso, concluye.