Emprender es empezar a hacer o crear algo. Lo más frecuente es que los emprendedores quieran escalar sus productos o servicios y así crecer y crecer. Pero este no es el caso de la Cremería Familiar Melk, una fábrica de quesos boutique que no quiere aumentar mucho más su cantidad de vacas para que estas sigan siendo parte de la familia.
Camila Rebolledo y Diego Domínguez, ambos de 30 años, son un matrimonio de médicos veterinarios que se conocieron estudiando en La Pintana, en el Campus Antumapu de la Universidad de Chile, y se especializaron en Medicina Equina.
Trabajaron en el área de reproducción y atención de caballos por unos años y fue su principal fuente de ingresos. “No nos gustó. Empezamos a hacer carrera en eso, empezamos a tener clientes, pero nos dimos cuenta de que los tratos no eran de lo mejor”, cuenta Domínguez. “Era un ambiente hostil y los caballos eran para el polo y el rodeo”, agrega Camila Rebolledo con decepción: a ninguno de los dos les gusta esa práctica. Lo que más disfrutaban era atender los caballos campesinos de los sectores rurales de Santiago y sus alrededores. Sin embargo, no era allí donde podían ganar suficiente para vivir.
Diego Domínguez nació en Pirque, en la misma casa en la que vive ahora: una parcela de media hectárea que se separa de la casa de su padre por un pequeño canal que baja desde el río Clarillo. Rodeado de yeguas, vacas, caballos, gallinas, perros y gatos, su panorama perfecto a los 15 años era salir con sus amigos a andar a caballo y perderse en las calles sin pavimentar. Camila Rebolledo, por su parte, nació en Coyhaique, donde vivió en su infancia, pero no volvió al campo sino hasta que entró a la Universidad y comenzó a salir con Diego. “Nos encanta, nos encanta el olor al pasto, al caballo, todo”, cuenta Domínguez mientras Bruno, su hijo de tres años, se embarra al lado de una de las tranqueras de la parcela.
Domínguez vio desde pequeño sembrar y cosechar las verduras que comían con su familia; cómo salía de la vaca la leche con la que cortaban el té y hacían el manjar y la mantequilla; y cómo ponían los huevos que desayunaban las gallinas. Cuando Rebolledo conoció su estilo de vida, no pudo evitar enamorarse de eso también y así, junto con el romance, sembraron en su relación también sus proyectos. Trabajaron codo a codo con los caballos y, mientras se decepcionaban de los métodos de trabajo en las distintas disciplinas y la industria, tomaron un curso del Colectivo Fermento para hacer quesos.
“No lo pensamos como negocio”, recuerda Diego Domínguez. “Lo pensamos porque teníamos las vacas, teníamos el tiempo, somos adictos a la comida y comíamos queso todos los días”, sigue entre risas.
“Estábamos en esa onda de ser autosuficientes, teníamos nuestro huertito, teníamos tomatitos cherry y lechuga…”, cuenta. “Vendíamos, salíamos a repartir la lechuga, los tomates e hicimos mazapán un tiempo que vendíamos en ferias de emprendedores”, agrega Camila Rebolledo. Pero no representaban una gran fuente de ingresos, era más bien para no perder lo que les sobraba. “Eran luquitas extra”, comentan.
En 2018 compraron otra vaca y comenzaron a hacer distintos tipos de queso y regalárselos a sus amigos y familiares; poco a poco, pasó de ser un hobby a ser un oficio que los apasionaba. Así, lo que partió siendo una pequeña venta a los más cercanos, hoy es la producción de 6 kilos de queso diario que no alcanzan a satisfacer la demanda de sus compradores más fieles: siempre quieren más.