A los 81 años pasó de todo, y hasta tenía que citar al inseminador usando una paloma mensajera.

Abel Marinelli tiene 81 años pero goza de muy buena salud y le sobra ánimo para seguir yendo a su tambo cada día. Hace un año, de todos modos, decidió alquilárselo a su yerno, el veterinario Gerardo Yoma (44), que también proviene de una familia tambera y lleva muchos años casado con su hija. Ambos viven en Ballesteros, Córdoba. Gerardo está orgulloso de que don Abel le haya confiado su tambo, que sostuvo con tanto sacrificio durante toda su vida, logrando ser un referente en su zona.

Abel nació y vivió hasta sus 5 años en el campo, en Zavalla, provincia de Santa Fe, donde su abuelo había fundado un tambo en 1909. Su abuelo le dio unas vacas a su padre para que armara su propio tambo, en sociedad con dos de sus 15 hermanos. Pero no se halló cómodo con la sociedad que armó, y se alquiló un campo en Casilda, donde armó su propio tambo manual, allá por 1950. Pero en 1963 a su padre lo desalojaron de ese campo. “Entonces yo venía de hacer el servicio militar en Paraná, alquilé un campo en Casilda y retomamos la actividad tambera con mi padre”, recuerda Abel.

Con los años, el joven decidió independizarse. “Yo conocía la zona de Villa María, Morrison, Bel Ville, y conseguí que me fiaran un campo. En julio de 1965 me vine solo, con 20 vacas y un toro. Mi padre tenía un ‘pampa’ y me lo prestó. Él se quedó en Casilda con mi madre y mis hermanas. Fui creciendo con mucho sacrificio hasta que tuve la ‘feliz’ idea –ironiza- de sacar un crédito cuando el Banco Central había emitido la circular 1050, en la época de Martínez de Hoz, y me fundí”.

“Vendí todo lo que tenía –continúa Abel- y me compré un campito en una buena zona tambera en el paraje La Herradura, entre Bell Ville y Villa María. Fundé mi tambo, al que le puse ‘Monte Chico’ y es el tambo que hasta hoy conservo. Queda a 15 kilómetros al sureste de Villa María, por camino de tierra”.

“En ese momento conocí a un ingeniero del que me gustó el modo en que trataba a la gente, porque mi padre me enseñó un camino recto: gracias a él aprendí a tratar al personal sin gritar sino hablándoles, enseñándoles, capacitándolos. Casi todos los tamberos que tuve, al final de su carrera laboral, ya habían logrado tener su casa en el pueblo. Tenía 4 familias oriundas de la zona, y 5 empleados, todos como corresponde. Éstos eran de Entre Ríos y de Corrientes, y las familias eran de esta zona, gente que yo ya conocía. Me era fácil conseguir a los encargados y tamberos, porque con pocas vacas sacaba mucha leche. Y con ese ingeniero comencé un camino que resultó ser exitoso, podría decir yo. Porque en los años ’80 llegué a tener 380 hectáreas en total, pero en tres campos, a 14 kilómetros uno a otro. Y había que manejar a la gente a semejante distancia”, relata el productor.

“Creé un tambo modelo, que llegó a un pico de 450 vacas en ordeñe, unas 400, de promedio, que era muy visitado. Mucha gente me preguntaba cómo me animaba a tanto. Y yo les decía que estaba acostumbrado, porque me crié entre las vacas”, añade Abel.

“En Córdoba, los productores administramos los caminos de tierra. Somos empleados de la provincia, pero gratis, y nos pagan cuando se acuerdan –señala Abel, no muy resignado-. Yo fui 24 años tesorero de una entidad en la que administraba los caminos, y ya dejé hace varios años. Gracias a Dios, hoy tenemos buenos caminos”.

“Después estuve en ‘control lechero oficial’ de ACHA (Asociación Criadores de Holando Argentino), viajando durante 10 años a Buenos Aires. Fui fiel a una causa. Después, con un grupo de amigos formamos una entidad de tamberos: APLE. Se formaron 5 en el país, en Santa Fe, Entre Ríos, Córdoba, Buenos Aires y La Pampa. Trabajé durante 8 años, pero tuve que dejar mi cargo porque estaba descuidando mi tambo. Ahí se formó CAPROLEC (Cámara de Productores de Leche de Córdoba), que lamentablemente hizo otro camino, muy politizado y se disolvió. Una pena, porque a mí me costó mucho sacrificio, y a los viajes me los pagaba yo”.

En cuanto a su tambo, Abel resume: “Me gusta la genética y es reconocida en la zona. Desde 1984 hasta hoy le compro a una empresa de Buenos Aires. La genética no es como sembrar, que a los seis meses o al año, cosechás, sino que es como tocar el violín, que nunca terminás de mejorar, porque como mínimo, tardás 6 o 7 años”.

Se detuvo en una anécdota: “En la época que no había luz en el campo, antes de empezar a inseminar, tuve que comprar un campito que estaba al lado y para eso tuve que vender todo: los dos toros, los terneros. Me fui a la cooperativa de Villa María y me dieron una paloma mensajera. Cuando la vaca que entraba en celo, supongamos, a las tres de la tarde, el tambero soltaba la paloma, que volvía a la cooperativa, y al otro día, el inseminador venía a las 6 de la mañana en un Citroen CV”.

“Hasta que un día tuve la suerte de recorrer tambos más modernos en la provincia de Buenos Aires. Hablando con un propietario, le fui muy franco y le caí bien. Vino a mi campo y decidió darme un toro y me dijo: ‘Pagámelo cuando puedas’. Nos hicimos muy amigos y me ayudó mucho. Después, su empresa me proveyó de asesores genéticos. La genética es buena, pero tenés que saber qué da el toro. Me mandaba un joven que me decía: ‘Este toro mejora esto. Hacíamos asignación de servicio, que muy pocos hacen, y ahí está el meollo de la cuestión. Acá hay tambos que compran por precio, pero tienen vacas excelentes y otras que ni se pueden mirar”.

Don Abel va concluyendo: “Hoy tengo tres hijos: el más grande, al que no le gustan las vacas, pero tiene un negocio de venta de quesos al por mayor y es músico, compositor; la más chica es abogada, y la del medio es ginecóloga, se casó con Gerardo Yoma, que es veterinario, de familia de tamberos, muy buena persona. Pues el año pasado decidí alquilarle a él mi tambo”.

“Estoy muy contento porque a un año de gestión, lo está llevando muy bien. Para el traspaso, estuvo a la par de mí en estos últimos años. Le dejé todo armado y encaminado, hasta los silos, todo”.

Abel confiesa que si hubiese dejado de trabajar, y sobre todo dejado de ir a su tambo, que es su vida, seguramente se hubiese enfermado: “Imagínese que yo venía manejando mi tambo solo, como si hubiese venido a 180 kilómetros por hora. Y uno no puede parar de golpe, sino que aminoré mi marcha. Quiero decir que, al tambo no lo dejé, sino que me quedé como asesor de mi yerno. Y hoy agarro mi camioneta, voy al campo, me deja manejar las vacas, elegir los toros”.

El yerno de Abel, Gerardo, también tiene su historia: recuerda que en 1970 su abuelo materno puso un tambo manual muy chico, de 60 vacas, en un campo sin electricidad. En 2002 dejó la actividad y la madre de Gerardo se hizo cargo del mismo. Luego él se recibió de veterinario y le alquiló el tambo a su madre, hasta que en 2013 pudo sumar otro proyecto para crecer en la actividad. Se unió a un grupo para comercializar mejor la leche y con éste formó una distribuidora con venta directa al público, con un formato a fazón. Además, hasta julio del año pasado se desempeñó como asesor en varios tambos.

Luego, al alquilarle el tambo a Abel, sumado al de su madre, se fortaleció mucho. Tuvo que dejar de lado sus trabajos de veterinario para dedicarse de lleno a la producción. Para él es un orgullo tenerlo a Abel como asesor, con su sabiduría, y le hace feliz verlo abrazado a sus vacas, mientras le cuenta que está muy cerca de concretar un proyecto de crecimiento y tecnificación muy importante, por el que juntos, darán un gran salto al futuro.

Emocionado, Abel contó: “Tuve la suerte de que mi ídolo, Luis Landriscina, viniera a mi tambo y hasta durmiera en mi casa. En 2014 pude visitar el pueblo de mi abuelo, en Italia, San Severino Marche. ¿Qué más puedo pedir?”

Le dedicamos a don Abel “Como un cisne”, canción dedicada al mate, en letra de Luis Landriscina y música de Hernán Crespo, Nahuel Pennisi en voz, don Luis en recitado y Hernán en acordeón.

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