La leyenda nos cuenta que, hace mucho tiempo, un pastor se ocupaba de su rebaño de ovejas. Para comer había traído un pedazo de pan con un poco de queso de oveja encima. A punto estaba de comerse su bocadillo cuando a lo lejos vio la pastorcilla de la que estaba enamorado. Decidió esconder en la gruta cercana lo que estaba a punto de llevarse a la boca cuando fue a seguir a la chica.
Tan enfrascado estaba en su conquista que olvidó el pedazo de pan con queso que sería su comida. Al cabo de los días volvió al sitio y vio que el queso se había enmohecido. Tanta hambre traía en ese momento que decidió comérselo a pesar de todo. Con gran sorpresa encontró un sabor maravilloso en lo que estaba comiendo. El moho le había dado al queso una especie de sabor metálico, desconocido por él hasta el momento.
Pero esto que le estoy contando es solo una leyenda. Creo que mejor escuchamos lo que ya en el siglo I de nuestra era dejó escrito el cronista romano Plinio el Viejo cuando visitó Galia y, en particular, este departamento francés que en la actualidad lleva el nombre de Aveyron. Nos contaba que, en esta zona los galos comían un exquisito y cremoso queso a base de leche de oveja. Lo peculiar es que este queso estaba cubierto con una especie de moho. Siglos más tarde, el emperador Carlomagno regresaba de luchar contra los sarracenos que habían invado la península ibérica. Hizo un alto en un monasterio de esta región francesa del Aveyron y le ofrecieron el famoso queso del que estamos hablando. Con la punta de su cuchillo iba retirando los pedazos verdes del queso hasta que se le acercó un monje para decirle: “Señor, usted está retirando la mejor parte”.
Pero nada de esto se obtiene con facilidad. Lo primero en orden cronológico es un gran terremoto que hace un millón de años hizo que la montaña Combalou se partiera por la mitad debido a un gran deslizamiento de tierra. Luego, el agua fue formando grietas que, a posteriori, crearon cavernas. Es en estas cavernas donde se produce el milagro de convertir la leche cruda de oveja en un maravilloso queso que, junto con la champaña, son los dos elementos más representativos de la gastronomía francesa, por muchos considerada la mejor del mundo por su refinamiento y sofisticación.
En las paredes de estas grutas comenzó a formarse un hongo, el Penicillium roquefortis, único en el mundo y que, a pesar de su nombre, no produce la valiosa medicina. Con el paso del tiempo, en la ladera de esta montaña derrumbada se establecieron los galos, formando lo que hoy en día es el pequeño poblado de Roquefort-sur-Soulzon. Es un poblado realmente pequeño. En él solo viven 700 personas. Por la estrechez de la vertiente, solo tiene una calle principal. El pueblo mide 300 metros de ancho por 2,000 de largo. En las grutas que se encuentran bajo el poblado de Roquefort siete productores de queso compiten por hacer el mejor queso de roquefort.
No nos equivoquemos. Fuera de esta pequeña de superficie de 300 por 2,000 metros ningún otro queso tiene derecho a llevar el nombre de roquefort. Desde el año 1925 ostenta la Denominación de Origen Controlada, lo que hace de él el primer queso francés en obtener esta distinción. El hecho de tener una Denominación de Origen Controlada también trae sus exigencias. Todas ellas están plasmadas en un pliego de condiciones que es muy estricto y del que no se pueden alejar ni un ápice.
Todo comienza con la colecta de la leche de ovejas que, debido a la gran demanda, se ha tenido que extender a 100 kilómetros a la redonda del poblado de Roquefort. Solamente se puede utilizar leche de ovejas de la raza Lacaune, escogida por su generosa producción: entre 2.5 y 3 litros de leche al día. Las ovejas tienen un ritmo de vida también determinado por el pliego de condiciones. Pueden salir a pastorear al exterior solo algunos meses al año, el resto del tiempo se las aloja en cómodas granjas.
El renombre de este queso ha hecho la riqueza del poblado de Roquefort, así como de toda esta región que también se dedica al pastoreo de las ovejas Lacaune, debido a que la superficie irregular de esta región francesa impide una agricultura extensiva.
En el siglo XV, el rey Carlos VI decide por primera vez conceder una producción exclusiva a los residentes en el poblado sobre las cuevas de Roquefort y durante la Ilustración francesa el gran filósofo Denis Diderot fue el que le dio el sobrenombre de “rey de los quesos”.
Cada uno de los siete productores tiene su propio método de fabricación, pero, en sentido general, es de la siguiente forma: se hace un cuajo a partir de la leche cruda de ovejas, este cuajo se pone en moldes a los que se les agrega el Penicillium roquefortis en ínfimas cantidades. Es este hongo el gran secreto del milagro de formación del queso de roquefort. Cuando ya se ha sacado todo el suero de estos moldes al cabo de varios días, las bolas de queso, de un diámetro todas de 20 cm por 9 cm de alto, son recubiertas de sal. Se les hacen unos orificios que servirán de guías a través de las cuales penetrará el hongo que, al hacer su trabajo, le brinda ese hermoso color que puede pasar del verde al azul oscuro.
Es este hongo y su desarrollo el que le da su irrepetible sabor al queso de roquefort. Después se cubren con papel de aluminio o de estaño para dejar que el hongo haga su trabajo durante tres meses. Esto da por terminado el maravilloso proceso de fabricación.
En total se fabrican 18,000 toneladas de queso azul de Roquefort en el año, lo que para un consumo mundial es realmente muy poco. Y cuando digo mundial es porque el queso roquefort, al ser un queso que viaja con facilidad, es un maravilloso embajador de la gastronomía francesa en el mundo. El productor más importante lleva el nombre de Société y pertenece hoy a la empresa Lactalis. Ellos producen el 70 % del queso roquefort. Su nombre se debe a que esta empresa es hija de la sociedad (société en francés) que en 1840 se creó para agrupar la producción de varios pequeños productores. A pesar de su facilidad de viajar el roquefort se consume mayoritariamente en Francia, pues poco menos de tres mil toneladas de las 18 mil producidas llegan a la mesa de sus aficionados extranjeros.
Existen otros quesos azules: gorgonzola, azul danés, bleu d’Auvergne, Cabral, Stilton, Danablu, etc., pero ninguno de ellos pueden ostentar el merecido nombre de roquefort. Hay personas a las que no le gusta el sabor ligeramente mohoso, salado y metálico de este queso, pero para aquéllos cuyo paladar lo sabe apreciar les garantizo que es un verdadero viaje por cada una de las pupilas degustativas de la lengua.
Este queso se puede degustar con vino blanco, de preferencia un vino ligeramente licoroso. También debe utilizarse un poco en pan, de preferencia un pan hecho a partir de masa madre.
A consumir con moderación, porque son segundos de prodigioso placer degustativo en la boca y semanas y meses en la panza.
Traductor, intérprete y filólogo, altus@sureste.com.