Con “este tipo de cosas”, Agustina Sáenz Rozas se refiere a tener un tambo ovino desde 2018, cuando comenzaron ordeñando algunas ovejas que andaban por ahí, en Balcarce, donde vive con su familia (luego de 7 mudanzas). Y puede que algo de delirio haya en esto ya que es bien sabido todo el esfuerzo y penurias que pasan los tamberos de todo rubro, dichos por ellos mismos.
“Empezamos ordeñando algunas ovejas y probando recetas en la cocina de casa, muy de a poco, con un presupuesto bajo, tanteando el terreno; compramos una ordeñadora que nos dieron a pagar en muchísimas cuotas, si no era imposible. El tambo lo armaron Mariano, mi marido, y Cruz y Nana, mis hijos más grandes. La quesería era un galpón asentado en barro y lo acondicionamos para que funcione como necesitábamos”, cuenta Agustina.
“Tenemos una producción chica, el año pasado llegamos a ordeñar 70 ovejas, lo cual equivale a un promedio de 70 litros diarios. Este año todavía no terminaron de parir todas: tenemos un servicio estacionado y la lactancia dura más o menos 150 días. Empezamos con 30 ovejas pampinta, que compramos en un campo, y las seleccionamos por la ubre. Con la incorporación de carneros frisones sumamos genética más lechera y hoy en total tenemos 120 ovejas”.
El tambo La Vigilancia apunta a un planteo pastoril, haciendo sus propias pasturas (alfalfa y raigrás) y con la leche obtenida elaboran diferentes tipos de quesos artesanales que venden en la zona y a través de Instagram. La clientela que tienen es muy variada, incluso fanáticos de los quesos españoles que les compran porque sienten que de esa manera rememoran esos quesos cuyo sabor quedó impregnado en su paladar y su recuerdo. En el emprendimiento siempre participó toda la familia y eso a Agustina la llena de orgullo porque de esa forma sus hijos han aprendido el valor del esfuerzo y del trabajo, un conocimiento esencial para la vida.
“Esperamos contribuir en la difusión de estos quesos que son tan valorados en el resto del mundo, pero poco conocidos en nuestro país”, reflexiona Agustina. “Eso sí: cada fanático a su queso, por eso tenemos desde uno duro, con más de 7 meses de estacionamiento hasta semiduros, (naturales o saborizados) y nuestra especialidad, de pasta blanda y corteza florida, el Ovenbert. Queremos trasmitir la pasión y el amor con la que hacemos las cosas, nos gustaría que cuando coman nuestros quesos no solo estén comiendo algo rico, sino disfrutando un momento”.
Para Agustina, la gran contra que tienen los productores de queso de oveja es que el producto no se conoce, y cuesta meterlo en el mercado pero, a la vez, asegura que tienen la ventaja de que el que es fanático “hace de todo” para llegar a estos quesos. “No puedo hablar del problema que puede tener un tambero de vacas, porque es tanta la diferencia de escala y el proceder, que son distintos campos. Los problemas con los que nos enfrentamos son los que enfrenta cualquier microemprendedor ante la inestable e incierta economía de nuestro querido país”.
Otra oportunidad para el negocio que observa Agustina es el cambio que se ha producido en los últimos años en relación al queso, donde pasó de ser un condimento en la cocina, a ganar importancia y protagonismo en cantidad y variedad. En este sentido, esta entusiasta tambera que además está haciendo una diplomatura sobre quesos, asegura que cada vez hay más pequeños productores dispuestos a incursionar en este rubro. Un camino donde pronto incursionarán es el de quesos orgánicos.
“Me encanta poder trasmitir este sentimiento, estoy convencida de que cuando comen nuestros productos la gente siente algo de nuestra pasión. Tenemos muchos seguidores que no tienen ningún contacto con el campo y me gusta que a través nuestro vean de qué se trata y que no somos los malos de la película: que si trabajamos con animales es porque nos gustan, aunque haya etapas de la producción que nos cuestan más, pero que la entendemos como el orden natural de las cosas y que con buenas practicas, los animales tienen un buen vivir”.
“Soy una agradecida de la vida que tengo. Me crie en Buenos Aires, sabiendo que mi lugar no era ese, por eso apenas nos casamos nos vinimos a vivir a un campo familiar donde solo había una casa chiquita y sin luz. Solo teníamos el sol de noche y con el tiempo nos compramos un motor a kerosen. Cuando yo contaba esto la gente me miraba y me preguntaba: ¿no te aburrís? Y me daba risa porque yo era la persona más feliz del mundo”.
“Después de tantos años de estar juntos y de habernos mudado muchas veces, de campo en campo, hoy amamos lo que hacemos y compartimos toda esta pasión. La vida de campo, no es cómoda, ni para cualquiera, pero quien le encuentra el gusto se vuelve fanático porque es exigente y desafiante”, concluye Agustina y agrega con una sonrisa. “A mí me pasa que cuanto más me exige, más me apasiona, por eso creo que los días de heladas fuertes la sangre me corre más rápido”.