Son las 5 de la mañana. La ciudad duerme y solo se escuchan algunos ruidos de los que vuelven de la parranda de domingo por la madrugada. No hace frío, aparentemente hay un zonda en altura que amenaza con bajar al llano, aunque los árboles, desnudos por el invierno, se mantienen estoicos.
A unos 10 kilómetros de la Ciudad de Mendoza, un despertador suena. Retumba en el silencio de la noche y se hace eco dentro de cuatro paredes que piden a gritos un poco más de descanso.
La pava se pone al fuego y se saca antes de que el agua llegue al punto de ebullición, regla básica de un buen cebador de mates. Un par de amargos son el estimulante para arrancar lo que será, una vez más, una dura jornada de trabajo.
En un rincón hay 4 pares de botas de goma y en distintas sillas yacen las ropas de fajina. Es momento de vestirse. Las vacas despiertan una a una y esperan por ser ordeñadas en la oscuridad profunda de la noche de El Bermejo.
La jefa de la familia abre la puerta y al grito de “vamos que es tarde” salen de la casa y recorren frotándose las manos, y en especial los ojos para terminar de despertarse, el camino que los separa hasta los corrales.
Son casi las 6. Las primeras vacas comienzan a ser arriadas por Carlos al interior del galpón donde esperan su hijo y su esposa para conectar los aparatos que extraen la leche de las ubres.
Los primeros litros ya corren por las cañerías y aparece don Leonardo Guercio, el dueño del tambo. Saluda. “¿Cómo andan muchachos?”. “Bien, don Guercio”, se escucha al unísono. Se acomoda la boina y se va para la sala de pasteurización, donde ve que todo está bien y que el día parece ser productivo. Unos 1000 litros de leche serán la producción de la jornada.
Las paredes descascaradas son el fiel testigo del paso del tiempo. El Tambo Guercio es uno de los últimos tres que quedan en Mendoza. Es una empresa familiar laburada por la propia familia y por familias contratadas para la producción de cada temporada. La crisis los golpea, como a todos los pequeños y medianos productores de Argentina, esos que luchan sol a sol para poder salir adelante, por ellos y por las familias a las que les dan trabajo.
Las primeras vacas ya fueron ordeñadas y salen del galpón para volver al corral, donde esperarán que les sirvan el “desayuno”. Adentro, sigue la producción y entra la segunda tanda. Son dos filas. Una a la derecha y otra a la izquierda. El olor es fuerte, cuesta acostumbrarse. Una que otra orina y hasta defeca. Por eso, en los interines, la mujer que trabaja en el tambo, agarra la manguera y limpia para dejar todo en condiciones para la siguiente tanda.
Atrás hay una habitación de la que entran y salen con baldes con comida; es que las vacas, mientras son ordeñadas y para palear un poco el estrés del ordeñe, comen. Es una habitación común y corriente donde se apilan bolsas y tachos. Aunque deja de ser común por un detalle: el niño que está acostado sobre las bolsas. Se llama Dylan. Tiene 8 años y es de Córdoba. Un poco tímido. Viste un joggin gris y botas de goma naranja. Casi con temor choca el puño con el que lo saluda y se esconde hasta perder la timidez por completo.
“Yo soy Dylan. Estoy de visita acá porque vivo lejos”. Es que Dylan es el hijo de Carlitos y ha venido a visitar a su papá. Poco a poco empieza a entrar en confianza y sale de la habitación para ver cómo trabajan sus abuelos y su padre.
“Él (por el niño) debería estar durmiendo; pero nos escucha, se pone las botas y se viene para acá”, cuenta su abuelo Carlos, a quien Dylan mira con admiración y sigue por todo el tambo mientras el mayor va realizando las tareas asignadas. “Tiene algo especial con mis viejos. Los adora”, dice Carlitos mientras saca agua de la fosa.
El ordeñe terminó. La abuela de Dylan vuelve a casa a descansar porque a las 17 es el segundo turno de laburo. Carlos, Carlitos y Dylan siguen dentro de los corrales. El sol, poco a poco, empieza a aparecer. Es momento de alimentar a las vacas. “Vamos a empezar por los terneros”, dice Carlitos y la emoción invade el rostro de Dylan quien sale disparado, con una bolsa de comida, al sector donde están los mismos. Los terneros corren y él los mira fascinado, con una cara digna de un niño feliz.
Los terneros ya están alimentados. Ahora es tiempo de las vacas más grandes. El abuelo Carlos sigue en el galpón, mientras Dylan y su papá desarman un rollo de pasto. El niño no se despega de su papá, lo sigue a sol y sombra y observa cómo es la tarea. Agarra un puñado de pasto seco. Se acerca al alambrado, extiende su bracito y le pone la comida en la boca a una de las vacas. “No muerden”, dice y se rie.
“Ya debe estar listo el café”, dice Carlitos. “¿Vamos?”, agrega y comienza a caminar mientras se prende un pucho, que a esa altura de la mañana ya debe ser como el quinto. A paso firme y ya con un frío que se empieza a sentir ante la salida de los primeros rayos de sol se dirigen nuevamente al galpón, donde ya están laburando otros de los empleados ya que a las 8 abre el tambo para la venta al público.
Dylan, mientras los adultos toman el café, recorre el lugar. Mira cada detalle y anota, mentalmente, las tareas que los otros desarrollan: el llenado de los bidones de leche, el corte del queso, el aprestamiento de la sala de ventas para recibir a los clientes.
“La vida del tambero es dura. Llueva o no llueva tenés que laburar. Acá no hay ni sábados ni domingos. Esto es de lunes a lunes”, comenta Carlos Alberto Salguero, cordobés, de Canals, que lleva el oficio en la piel desde los 13 años. “Decidimos venir para acá porque en Córdoba no había trabajo, hace 9 meses que llegamos. Acá es muy frío, pero la vamos llevando. La idea es poder quedarnos”, agrega.
Dylan, que no se despega, escucha atentamente a su abuelo decir: “Yo he hecho miles de trabajos, pero me crié en los tambos. Antes habían tambos por todos lados. Mi viejo era tambero. Yo lo soy y mi hijo también”. Con esta frase, Carlos sintetiza lo que es la herencia familiar y con la cual adelanta que seguramente el niño seguirá los lazos sanguíneos.
Ya tomaron el café. Carlos y Dylan salen del galpón y se dirigen otra vez a los corrales. El niño entra corriendo y comienzan a arriar las vacas hacia la zona del silo, una especie de alimento a base de maíz seco. Las vacas llegan, Carlos las empieza a alimentar mientras Dylan corre y se trepa a las “montañas” de comida en compañía de un perrito negro.
La primera etapa de la jornada laboral terminó. “Ahora vamos a descansar”, dice Carlos como dándole la orden al niño para que entre a la casa. “Chau” dice Dylan mientras vuelve a chocar puños. Son apenas pasadas las 8 de la mañana. Los clientes, a pesar de que es domingo, empiezan a llegar al tambo para comprar la leche y algunos otros productos y así abastecerse para lo que será la semana que está por comenzar.