Sentada en un banquito, cada día, doña Lidia Albarracín ordeñaba a mano las vacas del tambo en el que trabajaba en Moisés Ville, en el centro norte de Santa Fe. Su nieta, que viajaba desde Esperanza cada verano para pasar con ella las vacaciones, la miraba con admiración. “Yo tenía 4 o 5 años y quería hacer lo mismo, arrear los terneros cuando era el ordeñe, traer a las vacas, aprender a usar las nuevas máquinas de ordeñar cuando llegaron”, cuenta Lidia Sánchez, heredera, por elección y pasión, del legado de su abuela. “Cuando se terminaban las vacaciones, yo lloraba, me arrancaban de los brazos de mi abuela porque no quería volver; yo ya sabía que quería quedarme en el campo”, recuerda.
Más tarde, viendo a su papá hacer las tareas de perito clasificador de granos, quiso ser ingeniera agrónoma, pero “por cuestiones de la vida” no pudo hacerlo. Su primer trabajo como tambera le llegó sin buscarlo. Sus padres venían atravesando momentos económicos muy difíciles y ella no pudo terminar el colegio secundario ni concretar su deseo de seguir estudiando Agronomía. “Fue muy feo, entramos en la mala, no teníamos para comer, mis viejos tuvieron que desprenderse de lo único que tenían que era su casa propia, nos tuvimos que separar como familia”, repasa.
Había que trabajar y en 2003 resolvió tomar un empleo que ofrecían para hacer tareas generales en un campo de la localidad cordobesa de Villa María, sin imaginar que esa decisión sería determinante en su vida. Allí, al poco tiempo de llegar le ofrecieron ordeñar en la fosa, algo que jamás había hecho. Aprendió, se enamoró del oficio y desde entonces nunca más paró. Ahí también conoció otro amor: Esteban, su marido, con quien un año después partieron a buscar nuevos horizontes.
“Nos fuimos a San Genaro y empezamos los dos como ordeñadores. Enseguida vino mi primera hija y después los otros tres”, relata Lidia. Ellos son Camila, Victoria, Lucas y Gabriel, de 17, 15, 14 y 12 años. “Cuando tenés hijos chicos tenés la mitad de la cabeza en el trabajo y la otra mitad en la casa, tenés que dejarlos, pagarle a alguien para que los cuide, no era fácil”, dice. Más adelante, cuando ella y su marido arrancaron a trabajar como tamberos y los chicos ya habían crecido, todo se hizo más sencillo: “Se hicieron más independientes y eso me alivió, ahí me pude volcar un cien por ciento a mi trabajo. Es más, ellos hoy me ayudan un montón, siempre están colaborando”, valora.
El día a día
Tras pasar por varios campos, desde hace casi un año, Lidia, Esteban y su hija mayor trabajan en un tambo a 3 kilómetros de la ciudad santafesina de Esperanza, en el establecimiento Las Marías de las hermanas María Inés y María Celina Hilgert donde hay 190 vacas en ordeñe en un sistema de 16 bajadas con espera.
Cada día, la tambera se levanta a la madrugada para el primer ordeñe que en invierno comienza entre las 4 y las 5 para finalizar cerca de las 7, mientras que el segundo se hace 12 horas más tarde. En verano, la tarea se adelanta para aprovechar las franjas horarias con costo reducido de energía eléctrica que se ofrece entre las 2 y las 6 de la mañana y de la tarde.
Después de eso, vienen la limpieza, el control de las guacheras donde están los terneros destetados y algunas otras tareas. Cuando finaliza, lleva a sus hijos a la escuela rural, a 30 kilómetros de su casa. Al regreso organiza el almuerzo y vuelve a revisar a los terneros, a las vacas en preparto, también ayuda a su marido a apartar animales y a vacunar. Como si fuera poco, Lidia lleva todos los registros: partos, secado, ventas, muertes, ingresos, egresos, y cada uno de los movimientos del tambo. Para la crianza de los terneros cuenta con la ayuda de técnicos con los que está en permanente comunicación y cada quince días se reúne con el veterinario asesor para planificar las actividades. “Siempre hay movimiento, uno nunca se queda quieto acá”, señala la tambera.
Desafío de crecer
En 2017, Lidia decidió cumplir aquel deseo inconcluso de su adolescencia: completar los estudios secundarios. Para eso, cada día, a las seis de la tarde, cuando volvía del tambo, se bañaba y partía a la ciudad a tomar las clases vespertinas. La llevaba su marido junto con sus cuatro hijos, quienes a lo largo de todo el primer año la esperaron dentro del auto durante tres horas, hasta las 10 de la noche, cuando ella salía y regresaban al campo. “Eso me marcó un montón. Había momentos en que yo sentía que no llegaba, no alcanzaba a estudiar, pero los miraba y pensaba: no puedo abandonar”, confiesa.
Al año siguiente, pudieron comprar una moto y a partir de ahí, Lidia ya pudo ir y volver sola de la escuela.
Durante los tres años de cursada, Lidia logró las mejores calificaciones y fue abanderada. Y como broche de oro, al terminar el secundario, en el acto final, sus compañeros la eligieron como mejor compañera. “Hasta el día de hoy lo tengo muy presente y guardado en mi corazón, se ve que hice bien las cosas”, expresa emocionada y orgullosa.
“Cuando vos te ponés un propósito, tenés que mirar para adelante y darle y darle. Pero también tenés que mirar al costado a ver a los que te acompañan y decir: tengo que seguir por ellos”, remarca Lidia. “Yo llegaba, enfrentaba ese pasillo antes de entrar al aula y me decía: tengo que seguir por mi familia y ya me falta poco ¡quinto ya te veo, quinto ya te veo!”, recuerda.
Pensando siempre en ir un paso más allá, aprender y seguir creciendo, en 2020 Lidia comenzó a estudiar la Tecnicatura en Producción Primaria en Lechería que se dicta en Esperanza, carrera que está a punto de finalizar, apenas le quedan dos materias y ya está encarando el trabajo final.
Vocación tambera
Cuando se le pregunta sobre el gran esfuerzo que implica ser tambera, Lidia es contundente: “Sacrificados son todos los laburos, sí, tenemos esos horarios, llueva o no llueva tenés que levantarte, andar en el barro, pero cuando te gusta, lo hacés contento y no es sacrificio”, sostiene.
“Yo la veía a mi abuela que agarraba el banquito, se sentaba y ordeñaba a mano y yo también quería hacer eso, me encantaba. Con mis primos jugábamos a que ordeñábamos y entregábamos la leche, a que vacunábamos, íbamos a la manga y yo me sentía feliz, no quería desprenderme de eso”, repasa. Hoy, al llegar a la fosa y ver entrar a las vacas, “suspiro y me digo: ¡mirá dónde estoy!”, expresa Lidia.
Se hizo realidad lo que soñaba de chica. “Yo creo que cuanto más lo deseas, las cosas llegan en su debido momento. Obviamente hay que salir a buscarlas. Y cuando lo encontrás no lo querés soltar más”, asegura.
Tuitera
Lidia es muy activa en redes sociales. “A mí me ayudaron un montón. Yo usaba solo Facebook pero no tuve tanta llegada como con Twitter. Cuando empecé a subir mi día a día y mi historia en Twitter, empezó a sumarse gente y más gente. Me hacen preguntas, me hicieron más visible, a ellos también les debo mucho el haber empezado la tecnicatura porque me ayudaron y apoyaron un montón. Por esto también digo: tengo que seguir, no puedo abandonar”, manifiesta.
Pero ese título terciario tiene una única destinataria. “Una vez que tenga mi título, es para mi mamá porque ella también la sufrió, la peleó y se merece que yo se lo lleve”, dice Lidia. Su madre ya jubilada y viuda, sigue trabajando como empleada doméstica sin bajar los brazos.
Cuando mira hacia atrás y repasa el trayecto recorrido Lidia sostiene: “No lo puedo creer, veo todas las idas vueltas que he tenido, las curvas, las veces que derrapé y que volví a subir, y pienso que valió la pena. Porque también de eso se trata, de equivocarse y volver a empezar y seguir”, subraya.
La tambera agradece el apoyo permanente que siempre ha tenido de su marido y sus hijos, y de mucha gente que a lo largo de su vida le ha da una mano. “Vos le das, le das, le das y por ahí hay alguien que te para y que te dice: fijate todo lo que hiciste, mirá hasta dónde llegaste y todo lo que te falta, pero vas bien, y eso está bueno también”, reconoce.
Mujeres rurales
Lidia forma parte de un grupo de mujeres tamberas de la región. “Todas empezamos de abajo, todas trabajamos bajo patrón, nadie es hija de, y es admirable la historia y la lucha de cada una de ellas”, cuenta. Entre todas se apoyan, se consultan, aprenden. “Hay que juntarse, las mujeres tenemos que hacer grupos con las sociedades rurales o los ateneos de cada lugar, desde allí tienen que convocarlas e involucrarlas para trabajar de manera conjunta y buscar las mejoras en el ámbito rural”, opina.
En ese sentido, para Lidia, es esencial “capacitarse para poder ayudar a la cadena en la que uno está trabajando a que salga adelante”. Ella considera que “el campo necesita gente capacitada, que la mano de obra se involucre más” y sobre todo “hacer que los chicos se encariñen y se queden en el campo, incentivarlos, ayudarlos, para que esto siga pero no solo por lo económico sino porque lo sienten, porque les gusta”. Esa es su manera de aportar para que “el campo siga de pie y tenga futuro”.
Sus cuatro hijos parecen continuar ese camino ya que estando a solo 3 kilómetros de la ciudad de Esperanza eligieron hacer 30 kilómetros, ida y vuelta, para ir todos los días a la escuela rural de Santa María Norte. Lo hacen porque “les gusta el campo, la tranquilidad, allí el tiempo es más productivo, los compañeros y los profesores son distintos, el ritmo no es tan acelerado, eligen la ruralidad”, explica Lidia.
Las mujeres han trabajado desde siempre en el campo, solo que no eran visibles o no se las dejaba participar de muchas tareas y toma de decisiones, pero las cosas han cambiado. “Antes, los patrones no hablaban con las mujeres, solo con el marido. Cuando era chica, yo veía que llegaba el patrón al tambo donde trabajaba mi abuela y salía el hombre a atenderlo, ella se quedaba adentro. Por ahí le decían: si querés podés ir a cebar unos mates, ese era el rol de mi abuela, eventualmente podía cruzar dos o tres palabras, pero todo lo que era de trabajo, lo hablaba el hombre, no ella”, recuerda Lidia.
Cuando ella se inició en el tambo, las mujeres solo iban a atender las guacheras. “Le preguntaban a mi marido cómo me iba a mí, tampoco cruzábamos palabra”, cuenta. Únicamente el hombre tenía el número de teléfono del dueño del campo.
Pero las cosas fueron mejorando. Con los dos últimos jefes varones que tuvo, el diálogo fue constante y fluido. “Ahora tengo dos mujeres patronas y el ida y vuelta es totalmente diferente. Yo las invito a las charlas y capacitaciones de tambo para que conozcan otros sistemas, hablamos el mismo idioma, te entienden, podemos charlar de todo, se armó un lindo equipo, con un ida y vuelta muy grande, entonces me siento muy a gusto y todos tenemos voz, ya sea hombre o mujer”, relata.
Lidia cumplió su sueño de ser tambera sorteando obstáculos con gran esfuerzo, dedicación y pasión. Hoy, con su familia, su trabajo y sus logros se siente feliz. “A mí me gusta contar lo que hago y quiero ser un poco esa voz de las mujeres rurales que también la están peleando y le están poniendo el lomo a todo esto, pero no se animan o no tienen los medios para hacerse visibles. Hay infinidades de historias de mujeres que la luchan en el campo y está bueno poder contarlas”, concluye.