En “Ojo de Agua”, su campo a las afueras de Zapala, provincia de Neuquén, Guadalupe Sorzana reflexiona acerca del camino que emprendió un par de años atrás cuando decidió volver a la Patagonia. En 2016, sin nada que perder, dejó su vida matrimonial en Arrecifes, subió a dos de sus tres hijos en el auto y tomó la ruta rumbo al sur. Allí, como siempre, la esperaban su padre Juan Carlos y su madre Alicia.
Si bien vivió en muchas zonas rurales de la Argentina, siempre supo que su corazoncito estaba en Zapala, pueblo que en 1913 habían fundado sus bisabuelos maternos, los Trannack, quienes realizaron un loteo de su estancia que tenía ese nombre.
Mucho tiempo antes, esa tradición surera también había contagiado a su padre, quien ni bien pudo compró unas hectáreas y con un espíritu emprendedor decidió en los años 70 poner un tambo modelo con vacas estabuladas, que llegaron hasta envasar leche pasteurizada en sachet. Pero, por esas cosas de la Argentina, el proyecto no prosperó y el establecimiento se cerró. Solo quedaron algunos vestigios que dos décadas después, con una situación económica crítica, fue reflotado por el matrimonio Sorzana con un pequeño tambo artesanal para vender leche fresca a la gente del pueblo.
“Sin un peso encima y con 45 años, me volví a vivir al campo de mis viejos a ver qué podía hacer. Tenía contactos de buenas fábricas de quesos de Buenos Aires, que me enviaban por transporte y los vendía a clientes y amigos, pero no me alcanzaba para nada”, cuenta a LA NACION.
Un día, viendo que la situación de su hija no mejoraba, Juan Carlos le ofreció unas vacas que habían quedado sueltas en el campo. “¿Querés salir adelante, Guada? Este es tu momento. Agarrá esas tres vacas mías y empezá. Cuando llegues a 100 litros por día, hablamos de qué manera me pagás”, le dijo, riéndose para adentro, pensando que ese número era difícil de alcanzar.
Y, en el galponcito con piso de tierras, ordeñando a mano, comenzó. El primer día que salió a repartir al pueblo esos 18 litros de leche que le habían dado las vacas lecheras y volvió con la plata en la mano, pensó que tenía que estar agradecida por siempre. “No podía creer la fidelidad de esos animalitos que me estaban dando la diaria para vivir”, describe.
Pasó una semana y Manuel, un amigo (hoy su pareja), que estaba dejando la actividad le ofreció tres vacas. Luego, otro primo le mandó otra de regalo y ya eran siete. Fue ahí que su padre Juan Carlos se acordó que había prestado años atrás una máquina con una bajada y fue a su rescate: eso le alivió el trabajo.
Al llegar el invierno, un productor que tiene tambo en Aluminé y que deja de ordeñar cuando hace frío, le entregó cinco vacas en producción que no usaba y no las quería secar, a cambio de medio litro por día por vaca, como alquiler. Ya eran 12 lecheras, un buen número para el corto tiempo que había pasado. Inmediatamente fue un salto de 30 a 60 y antes del año ya estaba en 100 litros.
“Fue una combinación de fortuna y suerte con mucha garra. Apareció gente que me dio una mano y se alinearon los planetas. Yo le empecé a meter y me di cuenta el potencial que había en la actividad. Y me entusiasmé mucho”, dice.
Fue así que decidió diversificar su producción: una buena parte vendía fluido, leche fresca, para no dejar en banda a sus leales clientes de esos primeros tiempos. Y con el resto comenzó a fabricar un queso típico de cordillera, característico de la zona, con la receta que le había dado Manuel. Luego, sumó otro queso que le enseñó una señora del norte de la provincia que iba todos los fines de semana al tambo y le compraba la producción de esos días para hacer “quesos naturales”.
“Saqué muchos tips de ella y al final creé un queso de autoría propia: de leche cruda y con fermento natural, que a la gente le encantó. Hoy no doy abasto. Tengo lista de espera para ese queso”, describe. También, por pedido, hace dulce de leche casero.
Con la ayuda de sus hijos, ya más grandes, y los ayudantes que siempre estuvieron al pie del cañón, el crecimiento fue importante. A través de redes sociales, comenzó a tener una gran visibilidad y la empezaron a llamar para probar los productos que hacía, sobre todo “ese queso propio”.
En la actualidad, ordeña los 365 días del año, tiene una máquina de dos bajadas y 12 vacas que le dan casi 100 litros por día. Cuando mira hacia atrás, se le viene a la mente, aunque no le gusta, la palabra “empoderarse”. “Como el Ave Fénix, de manera estoica pude resurgir en un momento muy difícil de mi vida. Hoy solo debo agradecer la oportunidad que tuve, a mis padres y amigos que me ayudaron y me dieron impulso a salir adelante”, finaliza.