Para muchos habitantes de Medellín, que vivieron su infancia en las décadas del 60, 70 y 80 la nostalgia es una esencia que se guarda en un envase de vidrio transparente.
La distribución del producto comenzó en coches de tracción animal y con el paso de los años evolucionó a pequeños furgones motorizados. FOTO REPORTER 1948

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Algunos, incluso, todavía recuerdan el sonido de las campanas que anunciaban que era inminente la llegada de la leche al barrio.

Así le pasa a Mauricio Morales, quien vivió su infancia en el barrio Laureles a mediados de los 60, cuando aún era común ver vacas pastando en extensas zonas verdes que aún no estaban pobladas.

“Temprano por las mañanas sonaban campanas que se podían distinguir: unas eran de la basura, otras de las paletas y otras del carro de la leche, que también traían quesito y mantequilla. Era un carruaje de tiro halado por un caballo y la leche venía envasada en botellas de vidrio, que a su vez estaban acomodadas en cajas metálicas de alambre y era un paisaje muy pintoresco en cada cuadra”, apunta.

Si en algunos barrios los carruajes llegaban a determinadas esquinas donde se armaba la fila, se vendían puestos y se comentaba las últimas noticias relacionadas con la vida del barrio, en otros se comenzaron a implementar acopios que eran casas de las matronas del barrio a las que todo el mundo conocía.

En Belén Granada, por ejemplo, la casa elegida fue la de doña Bertina, quien junto a su esposo Roberto, fue una de las fundadores del barrio en inmediaciones de lo que hoy es el colegio San Juan Bosco.

“Recuerdo que la casa era tan grande que tenía un solar enorme y hasta puerta falsa. Cuando mi mamá (Bertina) se enfermaba yo vendía la leche que llegaba a la casa en cantinas y se armaban unas filas enormes. Me gustaba quedarme con el alambre de la tapa de cartón para hacer collares y pulseras”, cuenta Miriam Posada, quien a su avanzada edad aún recuerda con claridad detalles del alboroto que implicaba dos veces por semana la llegada de la leche al barrio.

Botellas, un bien preciado

Mónica Kestner, quien vivía con su familia en el barrio Doce de Octubre, recuerda la madrugada para ser los primeros en la fila y poder garantizar leche para la casa y el esmero con el que cuidaban las botellas de vidrio que eran casi un artículo de lujo:

“Cuando los niños esperábamos la llegada de la leche, llegaban las señoras con sus recipientes y preguntaban cómo iba la fila. Cuando el vehículo seguía su recorrido para la siguiente parada derramaba un poco de leche para dejar constancia de que ya había pasado por ese sector ”, añade.

Otros, los más humildes, llevaban ollas, jarras y baldes o empacaban en botellas de aguardiente para llevar la leche que se mezclaba con chocolate o agua de panela.

En el sur del Aburrá las historias son similares, pero con diferentes marcas que se posicionaron en su momento como Prolaca (Envigado) y San Germán (Caldas).

Todos coinciden en que la época más difícil del año para conseguir leche era en diciembre cuando el consumo del lácteo se disparaba porque las familias hacían natilla y demás manjares navideños en fogón de leña.

La pelea por la nata

Más allá de las implacables madrugadas, muchas de ellas desde las 4 y 5 de la mañana, quienes crecieron con el sistema antiguo de distribución de leche recuerdan la responsabilidad que implicaba cargar las botellas de vidrio y la pelea por quién de la familia reclamaba el lácteo para tener el honor de probar la nata que se quedaba pegada a la tapa y que era mantequilla pura.

Luego las empresas evolucionaron con las tapas que ya no eran de cartón, sino metálicas y de diferentes colores. Cada una correspondía al día de la semana que era distribuida y funcionó como un control de calidad para evitar problemas asociados a intoxicaciones.

La vida en los barrios fue evolucionando y ya los caballos y coches viejos fueron reemplazados por pequeños furgones.

La dinámica cambió, en gran medida, cuando en 1983 la cooperativa Colanta lanzó el empaque de bolsa y dos años después la máquina envasadora de vidrio dejó de operar y las botellas comenzaron de a poco a ser relegadas como artículo decorativo.

Lo que nunca se acabó fueron las anécdotas de esas filas de antaño, los recuerdos de los novios furtivos conseguidos en la fila y el chisme que mutó en adagio popular sobre la paternidad del lechero. Tampoco el recuerdo del sabor de la leche de siempre. La nostalgia no tiene fecha de vencimiento.

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