Del Estado presente al Estado rancio
El Estado es como un árbitro de fútbol: cuando logra aplicar reglas de equidad, mejora el juego; pero si para equilibrar un partido desparejo se mete a jugar como un futbolista con silbato, corre el riesgo de embarrar la cancha y hacer que gane el vale todo.
El debate sobre los límites del “Estado presente” en la economía siempre está a punto caramelo entre los argentinos. El cepo a la pata exportadora del comercio de carnes, los controles de precios al consumidor y la estatización del control accionario de la tradicional y estratégica empresa IMPSA son apenas los episodios más recientes de una novela eterna de intervenciones -a veces inevitables, casi siempre fallidas- del Gobierno en los mercados. El (fra)caso Vicentín y la tragicómica gestión del exfuncionario Guillermo Moreno en el salvataje imposible de la difunta Papelera Massuh marcaron hitos negativos en la historia reciente del management de gobiernos K en los nudos problemáticos de la economía de mercado.
A uno y otro lado de la grieta ideológica nacional, suele ponerse como ejemplo -o contraejemplo, según los gustos- la relación entre Estado y mercado en los Estados Unidos. Siempre al borde de la fake news, los autodenominados liberales argentinos elogian la presunta “mano invisible” que ordena los negocios norteamericanos, mientras que el cristinismo cita los relatos de su jefa para garantizar que aquella “mano invisible” de los mercados del Norte no se ve porque, en realidad, no existe, y es reemplazada sin pudor por la batuta estatal de Washington. Ambos bandos exageran, aunque cada uno acierta un poquito. Nada es blanco o negro, como bien enseña la historia.
El queso gubernamental
Hay un caso emblemático de este dilema entre inversión pública y privada que dejó marcada la memoria -el gusto y el olfato, en realidad- de los norteamericanos. Se trata de lo que se conoce como el “queso gubernamental”, una marca alimenticia que pasó a formar parte de la cultura popular de los Estados Unidos. Con referencias en la televisión y hasta en las letras de raperos top, el “Government Cheese” se convirtió en sinónimo de pobreza culinaria, de asistencialismo errado y de intervención estatal contraproducente.
Para reconstruir la cadena de valor de un ingrediente clave en la dieta del norteamericano medio de entonces, el candidato presidencial James Carter prometió un subsidio salvador para los tamberos. Y cuando llegó a la Casa Blanca, cumplió. En 1977, puso en marcha un ambicioso plan para rescatar a los tamberos, con un cronograma de subsidios que le costarían 2.000 millones de dólares a todos los contribuyentes. La arriesgada medida consistía en comprar desde el Estado toda la leche que los productores necesitaran colocar, y a un precio garantizado por encima de los valores de mercado. Para evitar las complicaciones logísticas del transporte y almacenamiento de leche fresca, el gobierno pensó en comprar sus derivados, más fáciles de stockear hasta que, por fin, fueran demandados por el mercado. Por ejemplo, el queso.
Como era de esperar, la burocracia estadounidense se vio inundada de barriles de queso, caro y de dudosa calidad, que fueron a parar a cientos de galpones estatales de todo el país. El reservorio más famoso estaba en Springfield, Missouri, donde miles y miles de toneladas de queso dormían una siesta eterna en cuevas subterráneas del tamaño de varios estadios de fútbol.
Tanto se producía, que el gobierno ya no sabía que hacer con semejante sobrante lácteo, que además empezaba a oler rancio, metafórica y literalmente. Un funcionario del Departamento de Agricultura llegó a decirle al Washington Post que la solución más práctica y barata era arrojar todo al océano. El queso subsidiado ya se había convertido en una crisis de Estado.
Cuando asumió Ronald Reagan, heredó la crisis de superproducción láctea. Y su secretario de Agricultura denunció la rancia herencia recibida con un show mediático memorable. En conferencia de prensa en la Casa Blanca, el funcionario John R. Block mostró una barra de queso oficial cubierto de moho como evidencia: “Tenemos 60 millones de estos bloques, propiedad del gobierno”, denunció. “Se está deteriorando y no podemos encontrarle mercado, entonces estamos intentando de donar una parte”, anticipó Block.
Efectivamente, casi sobre la Navidad de 1981, el propio Reagan levantó en público su barra de queso procesado por el Estado, para anunciar un enorme programa asistencial de reparto del producto lácteo redundante. Quienes llegaron a probarlo lo recuerdan como una especie de Cheddar de baja calidad, mejor que nada aunque peor que una canasta alimentaria equilibrada. El “Government Cheese” es hoy defenestrado por los nutricionistas por sus conservantes, su alto contenido de colesterol y sodio, y por haber llenado de lactosa la dieta de grupos raciales (negros, latinos y pueblos originarios del Norte) que, en gran medida, no la toleraban igual que los privilegiados caucásicos.
Esas barras de forma parecida a lo que en almacenes argentinos llamamos “queso de máquina”, empezaron a llegar, en cajas de cartón, de a millones a los hogares e instituciones más necesitadas de los Estados Unidos, incluidas las cárceles, por lo que aquel queso gratis de emergencia también fue estigmatizado como el alimento de los caídos del sistema, durante un gobierno que no se identificó precisamente con los pobres.
A pesar de la amplísima “generosidad” del delivery estatal, el queso maldito sobró por varios años, a pesar de que el gobierno llegó a pagarle a los tamberos para que dejaran de producir leche por un tiempo. En los años ’90, la crisis quesera se calmó, aunque los cambios que la globalización gastronómica imprimió en las mesas estadounidenses volvió a invocar al fantasma de la sobreabundancia del queso americano, con la consiguiente volatilidad de precios y costos, lo cual reactualizó la cuestión de los subsidios. Un tema que Washington arrastra, en realidad, desde la Depresión del ’30, pero que tuvo su apoteosis con el “Government Cheese”.
La moraleja fácil de esta historia es que el Estado es como un árbitro de fútbol: cuando logra aplicar reglas de equidad, mejora el juego; pero si para equilibrar un partido desparejo se mete a jugar como un futbolista con silbato, corre el riesgo de embarrar la cancha y hacer que gane el vale todo.