Dejamos correr algunos días esperando una amplia aclaración del tema, que demostrara que las versiones eran inexactas. Pero salvo que estemos equivocados, todo sigue dentro de una gran nebulosa. Febrero fue testigo de una práctica que parecía terminada, propia de tiempos oscuros en el manejo de la economía. Si no va como tornillo que entre como remache, a los golpes, parece ser la filosofía de algunos funcionarios, que pretenden que los errores que supieron generar, ellos o quienes políticamente los sostienen, los paguen quienes producen, los dueños de los tambos. Hay que decirles que no funciona, no funcionó nunca, y probablemente no lo hará jamás, más allá de los inevitables cuestionamientos éticos.
Yendo contra toda la biblioteca, el Ministerio de Economía o subordinados directos de esta dependencia, entienden que la inflación se contiene imponiéndole un número a sus gobernados, en especial a quienes invierten y producen alimentos. A partir de mañana esto sube no más de un 4%, y sanseacabó. Y si no se entiende se reforzará la idea por otros medios. Le pasó a la lechería pero bien podría extrapolarse a otros rubros.
Hasta donde se sabe la inflación es un fenómeno ligado exclusivamente a la emisión. Es decir, la generación de una montaña de pesos a medida que se va aplicando parche sobre parche. Pesos que a ciencia cierta nadie quiere. El ejemplo más vivido de que el camino es otro, con sus más y sus menos, pasa por la Reserva Federal de Estados Unidos. Los bancos centrales son los que tienen que encargarse de solucionar el problema de la inflación, no los secretarios de Comercio.
La Fed llenó de dólares el mercado estadounidense obligada por la pandemia, y desde hace más de un año trabaja encarnizadamente para quitarlos de la plaza. Utiliza distintas metodologías, pero jamás se le ocurriría fijarle un precio a una determinada industria o llamar a su dueño para “convencerlo” de la necesidad de cobrar por su producto lo que quiere el Estado y no lo que le indican sus costos.
No lo haría porque atenta contra las libertades individuales, porque no es la función que le ha sido asignada y porque sabe que no tiene la menor chance de terminar con éxito una movida de este tipo. Sería fantasioso pretender algo similar para la Argentina, al menos por ahora, en que la independencia del BCRA es virtualmente una utopía.
Por eso se termina obligando a retroceder con una mejora en los precios que iban a aplicar algunas industrias para un productor que está en el límite en términos de costos. Las usinas no iban a hacerlo por filantropía sino por la necesidad de mantener con vida productiva a sus proveedores de materia prima. Conocen los límites del negocio, algo que seguramente no forma parte del bagaje del burócrata de turno.
Sugerir un cierre de las exportaciones en caso de que se siga adelante con el aumento de marras, con todo lo que eso significa, es una herramienta habitual en gobiernos intervencionistas, pero no deja de ser paradójica en un escenario en que se hace cada vez más difícil sostener las reservas del Central.
“Nos pisan el precio del litro de leche en medio de la sequía más dura de los últimos cien años, en que tenemos que comprar el 100% de la comida afuera del tambo”, se queja un productor que siente que es el pato de la boda. Es lo que menos le conviene a la industria, matar la gallina de los huevos de oro. Los tambos están sobreviviendo con insumos elevados en dólares, donde el precio ya está muy por debajo y lejos de los costos, sin pasto suficiente y sin reservas para los próximos meses.
Con amargura muchos productores recibieron por parte de la industria la anulación del precio de la leche correspondiente al mes de enero comprometido previamente, sin que mediara ninguna explicación.
Algunos observadores externos se preguntan cómo es posible que la producción de leche en la Argentina no haya evolucionado mucho más en las últimas décadas teniendo productores con un alto nivel de capacitación y gestión. La respuesta es obvia, se trata de un mercado que dista de ser perfecto, en el cual el Estado presente colabora para mantener bajo la suela cualquier chance de crecimiento.
Llevar adelante la amenaza de cierre de las exportaciones reventaría un mercado interno que tiene enfrente a un consumidor de bolsillos flacos. En el último año los precios al productor subieron 85%, y los precios que paga el consumidor, 140%. Como en otros casos, la carga impositiva que pesa sobre los alimentos, la leche por ejemplo, es abusiva, pero al Estado jamás se le ocurre empezar por ahí.
Se hace el distraído con el tema y prefiere ahogar a quien genera la leche. Tu crees que me matas, yo creo que te suicidas. Aquella frase célebre de Antonio Porchia tiene más vigencia que nunca.