Víctor Oscar Corridoni, más conocido como Cholo, o Cholito, se ganó el cariño y la admiración de todos sus vecinos de Sierras Bayas, localidad del partido bonaerense de Olavarría. Durante 55 años trabajó como lechero de manera ininterrumpida: jamás faltó ni un solo día, hasta que en 2020 tuvo que bajarse del carro, y le rindieron homenaje por su labor y sus gestos nobles con cada una de las generaciones que vio crecer. Al recibir un reconocimiento dijo que si volviera a nacer, elegiría la misma profesión. Desde su granja, el carismático y leal trabajador le cuenta su historia de vida a Infobae: es padre de cuatro hijos, abuelo de 10 nietos y ocho bisnietos, y asegura que antes de empezar el recorrido dejaba las penas y dolores en la tranquera, y las recogía al regresar, después de llevar alegría a todos sus clientes.
En medio de una tarde lluviosa en pleno campo irrumpe en el paisaje rural un hombre con boina roja y bufanda a juego, suéter beige, pantalón holgado y mocasines. El mate que toma mientras acaricia a uno de sus perros tiene tallado el nombre de su amado pueblo, y su humildad hace que siempre se sorprenda cuando le dicen que lo están buscando para una entrevista. Acepta encantado, y comienza una entrega humana que merece ser contada con la misma calidez que lo caracteriza.
“Tengo la edad del Obelisco”, dice con una sonrisa pícara, para presentarse y aludir a su edad sin decir el número. “A los que no saben de historia los dejo pagando porque tienen que agarrar los libros para hacer la cuenta”, agrega con humor. Aclara que en realidad el monumento es un mes mayor, porque la construcción del emblema empezó en marzo, y Don Víctor nació en abril. “Tengo 87 años, y la verdad no me puedo quejar porque sigo montando a caballo, ando bien”, expresa, y pone fin al misterio con otro chiste: “Soy casi un prócer”.
Su memoria está intacta, y los detalles de su infancia los lleva grabados en el recuerdo. Fueron tiempos duros, y aunque podría haberlo invadido el rencor, su atención estaba puesta en sostener el hogar. “Éramos tres hermanos, yo soy el mayor, y cuando tenía 7 años perdimos a nuestro padre”, revela. Su madre vendió lo poco que tenían y se fue a trabajar a Olavarría. “Se llevó a mi hermano, el segundo, porque tenía un problema en la pierna, estaba delicado; y mi hermanito más chico, que tenía nueve meses, y yo, nos quedamos con nuestros abuelos”, explica.
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Hizo segundo grado en una escuela rural a la que iba con su hermano y una tía. Al alba iban a pie cruzando los campos, y cuando llovía caminaban al borde de la ruta para llegar. Pasó a tercero, pero pudo ir solo tres meses, porque surgió la posibilidad de empezar a trabajar para ayudar a su familia. Cuando tenía 12 años su madre volvió, y en ese entonces estaba a punto de empezar sus recorridos como aguatero. “Vivíamos en un rancho cerca de unas canteras, y cuando cumplí 13 mi tío Pascual compró un barril y una yegua, y gracias a eso salí a vender agua, como acá en Sierras Bayas no había, y para hacer un pozo te tropezabas con la piedra, el que lograba hacer un pozo era Gardel”, comenta.
Hasta los 15 siguió con los repartos, y luego, poco a poco se fue acercando al mundo de los tambos. “La Municipalidad empezó a hacer llegar el agua con un camión con un tanque, así que dejé el agua y empecé a trabajar con el lechero Don Pedro Lafourcade, como empleado, estuve como caballerizo, porque antes las canteras trabajaban todas con carro, y yo llevaba la cal a la estación”, rememora. Con entusiasmo, narra que pocos meses después llegó al propuesta de sus sueños: “Un señor me ofreció el trabajo de lechero, y me habilitaba porque tenía dos carros, entonces en uno andaba él y en el otro yo, y ahí estuve hasta los 18 años”.
Siempre amó los caballos, el trato con la gente, los recorridos por las mismas calles, y no había un día que no le agradeciera a Dios por cumplirle el anhelo de ser lechero. “Una tarde cuando llegó a mi casa mi mamá me dice: ‘Le tenés que avisar al hombre que no podes seguir más con la leche porque tu tío te consiguió trabajo en la fábrica’, y yo lloraba como un niño, y le decía: ‘No, yo no voy’; no quería saber nada de dejar de repartir”, confiesa sobre el giro del destino que no pudo eludir. Aquellos años la fábrica de cemento San Martín -que actualmente se encuentra cerrada- estaba en pleno esplendor, eran muchos los querían ingresar a trabajar en búsqueda de una oportunidad laboral, y por respeto a su familia siguió el consejo de su madre. “Volví a subir al caballo y me fui hasta donde vivía mi patrón para avisarle que ya no iba a seguir”, relata.
Mucho antes de que el Cholito naciera, allá por 1879, el gobierno de la provincia de Buenos Aires había declarado Reserva Minera Fiscal a Sierras Bayas, cuando se abrieron las primeras canteras. Aunque hay registros anteriores de asentamientos en el pueblo minero, debido a que la gran inmigración de 1870 también jugó un rol fundamental: trabajadores italianos empezaron a extraer piedras, primero para uso ornamental y luego fue surgiendo la industria de la cal. El gran salto fue en 1916 cuando la Compañía Argentina de Cemento Portland instaló la primera fábrica. “Llegaron a trabajar 1000 personas ahí, ahora verla sin funcionar, sin las chimeneas con humo, es como ver un monstruo en silencio, porque el pueblo era la fábrica y la fábrica el pueblo”, resume Víctor.
El cambio fue abrupto. De estar al aire libre durante toda su jornada, pasó a ser un operario dedicado que iba a su casa solo a la hora de almorzar y en el descanso entre el fin y el comienzo de un nuevo día. “Fue como que me metan adentro de un tanque de 200 litros tapado, y aguanté hasta que fui al servicio militar, que me tocó en Río Gallegos, y fui y volví en barco; la única vez que salí del pueblo porque nunca fui a ningún lado durante mi juventud”, relata. Durante esos dos años que se dedicó al rubro fabril progresó económicamente y pudieron solicitar un terreno para empezar a construir. “Habíamos levantado la casa hasta los dinteles, solo faltaba techarla, y mi mamá me mandó una carta mientras yo estaba en el servicio, diciéndome que un señor le quería comprar el rancho donde vivíamos y con ese dinero ella iba a poder hacer el techo”, indica.
La venta se concretó y para cuando regresó su madre ya estaba en su nueva casa. “Vivió ahí casi 60 años, y al volver del Sur trabajé solamente otros cinco meses en la fábrica porque salió la licitación de un lugar con comedor que estaba muy venido a menos, y yo lo quería levantar porque no había algo así, y como mi mamá era buena cocinera, le dije de alquilarlo”, narra. Con una sonrisa pícara revive la frase que le dijo en ese entonces la mujer que le dio la vida: “Y dale nomás, te saliste con la tuya”. Tiempo más tarde su madre volvió a casarse, según cuenta Corridoni, “con un señor muy bueno que fue mi padrastro y lo quise mucho”.
La despensa de comida fue una gran apuesta, y tuvo una aceptación inmediata en los trabajadores que paraban allí durante el almuerzo en búsqueda de un plato casero para seguir su jornada. “Trabajamos a full, se estaban ampliando las fábricas, había gente de todos lados, chilenos, bolivianos, y teníamos dos empleadas, pero mi mamá no daba abasto”, explica. Otro giro en su historia se avecina, y por unos segundos el guión de la vida lo deja sin palabras. Decidieron que iban a incorporar a otra persona, y una de las chicas que trabajaba allí recomendó a su sobrina. “Nos dijo que era una muchacha joven que había venido hace muy poquito de Buenos Aires, con su hijo de tres años, que a su marido lo había chocado un colectivo y había muerto, y mi mamá la aceptó”, cuenta.
“Una compañera de fierro”
A la mañana siguiente se despertó, cruzó el comedor y en un rincón vio una imagen que asegura se llevará a la tumba. “En un rincón, al lado de una mesa, veo a una joven esbelta, de espaldas, de pelo largo hasta la cintura, tez blanca, que se da vuelta, me mira y le dije: ‘Buenos días’, intercambiamos una sonrisa y estuvimos 48 años juntos”, remata sobre el comienzo de su matrimonio con Elida Esther. “Reconocí al hijo de ella, más los tres que tuvimos, y mi esposa también crió a uno de sus sobrinos, que lo llevaba al jardín, así que éramos cinco, más todos los niños que vi crecer gracias a mi trabajo”, dice con humor.
Cuando el contrato de alquiler del comedor se terminó, retomó sus viajes en carro. Había una fábrica de soda en otra localidad y su mentalidad de emprendedor vio otra oportunidad. “Le compré el reparto de soda a un señor que se llamaba Tito Reyes, y ahí estaba en mi salsa porque era lo que yo quería, volver a los recorridos, y al mismo tiempo otro patrón que se acordaba que yo había sido su peón me ofreció su reparto de leche, así que por 20 años hice las dos cosas”, revela. Se acuerda como si fuese ayer que un martes 12 de abril de 1965, a las 2 de la mañana, empezó oficialmente su trabajo como lechero, y no lo dejó hasta el 2020.
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“Iba a buscar leche a 30 kilómetros en carro, era impresionante el trayecto que hacía, y empezaba a repartir a las 8 de la mañana con dos caballos; en el último tambo cambiaba caballos y así iba adelantando. A la tarde desataba y ya tenía otro carro de cuatro ruedas, otro caballo y salía de nuevo a repartir soda; volvía a las 10, 11 de la noche”, describe sobre su rutina, y no tiene dudas de que sin la madre de sus hijos hubiera sido imposible. “Tuve una compañera de fierro, que no solo crió a los chicos todo lo que yo no pude, sino que cuando llegaba al mediodía, desataba el carro y había que lavar los tarros; ella lo hacía y encima me esperaba con el carro de soda ya cargado, entonces yo comía, enganchaba y salía otra vez”, cuenta.
A la noche, Elida seguía despierta a la espera de su llegada para ayudarlo a descargar el carro y dejar todo listo para el día siguiente, que comenzaba en unas pocas horas. Don Víctor suspira y se lamenta: “Espero no haberle dado una mala vida, porque por mi trabajo jamás durmió bien, y fue la mejor mujer del mundo; era tan buena que Dios me la llevó antes de tiempo”. La única vez que Cholo estuvo en Buenos Aires fue hace 16 años, cuando su esposa estuvo internada en el Hospital Argerich. “Me llevó mi hija, que hasta hoy siempre anda en vilo por mí, y cuando llegué a Retiro estaba asustado, semejante ciudad, y nos turnábamos con mi hija, una semana iba ella y otra yo, para acompañar a mi señora”.
Mientras él estaba en la Capital, uno de sus hijos y su nieto le hacían el reparto. “Estábamos en el sexto piso del hospital, y una tarde estaba lloviendo muchísimo, y mi esposa me pregunta: ‘¿Estará lloviendo también allá?’, y le digo: ‘Amor, estamos como a 400 kilómetros, no creo’; y me dice: ‘¿Pero los carros los tenés afuera?’. Le dije que los tenía todos amontonados, y me dijo: ‘Vas a tener que hacer un galpón’”, expresa conmovido. Aún muy delicada de salud, ella seguía preocupándose por el trabajo que amaba su marido. “Le prometí que iba a hacer un museo con los 20 carros que tengo, desde 1949 el primero de agua que usé, para dejar parte de la historia del pueblo ahí, y le dije que le iba a poner su nombre; desgraciadamente la perdí, y le estoy debiendo cumplir ese sueño”, confiesa con pesar.
A corazón abierto, admite que “regó las sierras con sus lágrimas”, y lo único que le dio consuelo fue volver a trabajar. “Anduve muy entreverado cuando ella se fue, y mi hija se preocupó mucho, pero su tío le dijo: ‘Él me crió a mí y a todos, va a salir adelante’, y así fue, con mucho esfuerzo volví al reparto y una tarde charlando con mi hermano, que me esperaba con los mates cuando yo terminaba, estábamos con nostalgia, recordando nuestra infancia y le dije que era una pena que nunca tuvimos ni un solo juguete, y que me hubiera gustado que aunque sea él, que es menor, hubiera tenido algo”, se sincera. La respuesta lo sorprendió y le brindó luz para seguir: “Me dijo que sí había tenido uno: ‘¿Vos no te acordás del caballito de madera hecho con un carro que yo tenía?’, y a mí se me había borrado eso, y resulta que se lo hice yo; así que se ve que desde chico esto era lo que yo quería hacer”.
Cuando cerró la fábrica de soda se dedicó exclusivamente a ser lechero, y gracias a su perseverancia pudo comprar la granja en la que vive actualmente. “Yo alquilaba, hasta que el encargado me dijo: ‘Cholito, esto se vende’, y yo pensé: ‘Otra vez a la calle’, pero me dio la posibilidad de comprarlo dándome tiempo para juntar el dinero; entonces en el pueblo La Colonia todos los 16 del mes se hacía un remate y yo compraba dos o tres vacas; así llegué a tener 100, vendí 85 vacas y con eso compré la chacra”, cuenta.
Son muchos los lindos momentos que atesora de las salidas a cada barrio de Sierras Bayas, como el momento en que los niños salían a la vereda al escuchar su icónica campana para recibir un caramelo. “Llevaba una lata y siempre les daba un dulce cuando los veía a los más chiquitos que hoy algunos ya hasta son abuelos”, dice con ternura. Más de una vez fue testigo de reveses difíciles en la vida de sus vecinos, y se acuerda de una señora con cuatro hijos que no podía pagar la leche, y sin pestañear, él se la regalaba para que pudiera alimentar a los nenes. “Después se volvió a casar con un hombre muy bueno, mejoró su situación y cada vez que pasaba me esperaba con un sánguche, un café, y esos gestos de agradecimiento son muy hermosos”, remarca.
El homenaje en el Día del Lechero
Cada 10 de septiembre se considera el Día del Lechero, y en la localidad quisieron rendirle tributo a Víctor. Coincidió también con las vísperas del Día del Cartero -se celebra el 14 del mismo mes- y decidieron homenajear también a Luis Banzi, cartero del pueblo que sigue repartiendo la correspondencia en su bicicleta hasta la actualidad. Andrea Verónica San Julián de Ruybal, más conocida integra la Comisión de Reyes de Sierras Bayas hace 18 años. “Desde que tengo uso de razón me crié con la leche fresca que repartía El Cholito, mi esposo también y mi hija también: son varias generaciones que tenemos la fortuna de conocerlo, y la idea surgió con un grupo de amigos con los que creamos Sierras Bayas Solidarias”, detalla a Infobae.
Durante la pandemia de coronavirus desde la ONG asistieron a muchas familias, no solo del pueblo, sino también del cordón serrano -personas de Loma Negra y de Olavarría-, y en 2021, cuando el contexto epidemiológico lo permitió, organizaron el homenaje. “Se hizo en la Plaza 17 de octubre, los dos plantaron un árbol, hubo artistas locales que vinieron, porque algunos tienen canciones escritas sobre Cholo, y desde nuestro humilde lugar quisimos hacerle un reconocimiento en vida porque para nosotros él es una leyenda viviente; y es un símbolo para nosotros, que vimos toda la vida recorrer las calles con su carro, el sonar de su campanita que lo acompañaba, y es lo mínimo que se merece”, asegura Verónica.
Aquella tarde los dos agasajados llegaron junto a los Bomberos Voluntarios a la plaza central, donde los esperaban vecinos, y durante la ceremonia también les entregaron las llaves de la ciudad talladas en madera y un poema que los recordaba. “Tenés más que merecido el tomarte este recreo, porque allá en Don Nazareno, tu granja tan conocida, disfrutarás cada día tu merecido descanso, sin hacer aquel reparto de esa manera tan fiel; tu clásica recorrida, no faltaste un solo día para tu querido pueblo: casa por casa pasabas, ya te esperaban con la jarra en la vereda”, le recitaron Sergio Arramón y César Martell al ritmo de una guitarra criolla, palabras que lo hicieron emocionar.
“Yo a este pueblo lo adoro, me dio todo, y estoy feliz porque puedo dejar algo de patrimonio que no será para mí, y en particular el cariño de todos yo sé que cuando llegue mi día, me lo llevo para arriba conmigo en el corazón”, dijo Don Víctor frente a la multitud que lo aplaudía. Y fiel a su humor, agregó: “O capaz abajo, por ahí me toca ir ahí, a donde sea, me llevo todo este cariño”. Es un enamorado de la localidad, de las tradiciones, como la Fiesta de Reyes Magos que se hace cada 5 de enero, e inaugura el calendario municipal de Olavarría. La emblemática fábrica San Martín, el Cerro Largo, y el trayecto que en su momento recorría el tren a Sierras Bayas se transformaron también en puntos de interés que los turistas recorren mientras disfrutar de la tranquilidad y los paisajes.
Se considera un hombre muy devoto, creyente, aferrado a la fe, y sobre el final de la charla cuenta que reza todos los días y a todas horas. “Soy un agradecido de Dios. Me han pasado cosas difíciles, he tenido muchos malos momentos, me he fisurado costillas, me he golpeado los dedos con un martillo, pero ni aún así jamás maldecí a Dios porque creo que me ha ayudado mucho en mi vida”, sentencia. Uno de sus nietos le trae leña para la cocina, y dice con orgullo: “No sabés lo que es este chico, lo adoro”. Piensa en su propio abuelo, en la importante figura paterna que fue para él, y en los sabios consejos que le daba. “Lo que daría por tenerlo enfrente”, expresa.
Con orgullo, El Cholo busca transmitir a su nieto su filosofía optimista, porque jamás dejó de proponerse metas, sea cual fuere el contexto de su vida. “Soy de los que siempre piensa que la cosa va a mejorar, yo me esfuerzo y si el de al lado no quiere mejorar, que no mejore, pero si todos nos echamos para atrás, así va el país”, expresa. “No les echo la culpa a los jóvenes, la vida ha cambiado, se vive en otro mundo. Los consejos que me daba mi abuelo eran muy distintos, tenía una sabiduría y una fortaleza muy grande; por eso a veces digo que fue una miseria hermosa, porque hay quienes tienen abundancia, tienen todo y no lo saben aprovechar, en cambio nosotros con lo poco que teníamos, fuimos afortunados”, sostiene.
Cada vez que tiene que ir hacerse algún chequeo médico y debe pasar por el centro del pueblo, cierra los ojos unos minutos porque todavía le cuesta creer que ya no habrá reparto al día siguiente. En los momentos en los que lo visita la nostalgia se refugia en la gratitud, en su tiempo libre pinta algunos cuadros, y restaura la colección de 20 carros que dispone en su granja, motivado por la idea de poder cumplirle el sueño a su amada Elida de abrir un museo con su nombre.