Nada tiene mayor valor en la vida que el tiempo. Y el costo argentino tiene su raíz justamente en la forma en la que los argentinos perdemos el tiempo. En todas las veces que vemos pasar años enteros discutiendo obviedades y cuestiones que fueron saldadas hace mucho y por generaciones anteriores en otros países.
Discutir la propiedad privada es una forma de perder el tiempo. Dudar del papel que juega y jugará la Argentina en el concierto mundial, como uno de los pocos países llamados a alimentar al resto del mundo en el futuro, es perder el tiempo.
Rechazar la acumulación de capital, el comercio exterior y la conveniencia de intercambiar los bienes y servicios que cada país produce más eficientemente y a menor precio con el resto del globo, es perder el tiempo.
Todos los seres humanos tendemos naturalmente al progreso y a la acumulación de conocimientos. Lo hemos hecho durante toda nuestra historia, y lo seguiremos haciendo en el futuro, y cada vez a mayor velocidad.
Cuestionar la conveniencia de abrazar los avances de la agronomía, la genética, la química y la biotecnología, es perder el tiempo. A estas dos últimas formas de perder el tiempo es que quiero hoy referirme. A la reciente moda de considerar al conocimiento aplicado a la producción de alimentos y al progreso material de quienes los producen como cosas deleznables.
Independientemente de las creencias religiosas o ideológicas que tengamos, todos los seres humanos tendemos naturalmente al progreso y a la acumulación de conocimientos. Lo hemos hecho durante toda nuestra historia, y lo seguiremos haciendo en el futuro, y cada vez a mayor velocidad.
Entre otras cosas, porque lo que aprendemos a veces en un solo día de estudio, equivale a la investigación de veinte o treinta años de muchas personas abocadas a esa tarea. Sobre eso nos montamos, y sobre eso avanzamos a una velocidad inimaginable para nuestros antepasados.
¿Podemos explicar y cuantificar el progreso de una sociedad a través de su progreso material? Lo material, en tanto solución de problemas del pasado como el hambre, la desnutrición y la pobreza, es un progreso real y tangible. El avance en la expectativa de vida de todos los habitantes del mundo es otra forma comprobable de progreso.
Lo material, en tanto solución de problemas del pasado como el hambre, la desnutrición y la pobreza, es un progreso real y tangible. El avance en la expectativa de vida de todos los habitantes del mundo es otra forma comprobable de progreso.
¿Qué ha impedido en nuestro país que avancemos en el progreso y en la generación de riqueza?
Desde hace un tiempo, una porción no menor de la sociedad, en parte por ignorancia y en parte por malicia, se ha ocupado de impedir el progreso del sector más importante y eficiente de la economía nacional mediante dos métodos: el de la depredación de la renta agrícola, y su consecuente acumulación de capital, y el de la difamación de la agricultura y ganadería modernas, cuestionando los métodos productivos más avanzados y aceptados en todo el mundo civilizado, con el único fin de tornar más digestible a la sociedad la exacción fiscal a la que el Estado luego somete al sector productivo.
Esta pérdida de tiempo a la que el sector agropecuario argentino ha sido sometido durante las dos últimas décadas tiene un agravante particular que es intrínseco a la naturaleza del mismo.
Es imperioso que se entienda que la producción de alimentos se diferencia de otras fuentes de creación de riqueza real tangible, como la minería o la extracción de hidrocarburos, en que los alimentos que se dejan de producir no se recuperan más.
Esos alimentos que no se obtuvieron son fertilidad edáfica, radiación solar, carbono atmosférico y precipitaciones que se desperdiciaron. No vuelven más, no se pueden compensar.
Es imperioso que se entienda que la producción de alimentos se diferencia de otras fuentes de creación de riqueza real tangible, como la minería o la extracción de hidrocarburos, en que los alimentos que se dejan de producir no se recuperan más.
Y esa pérdida de tiempo se refleja en la falta de crecimiento de la capacidad productiva. Lo producido, cuando reinvertido, genera un crecimiento geométrico, y la restitución de las condiciones de crecimiento, cuando ocurre, no llega nunca a compensar el crecimiento perdido durante esos años.
Así es como podemos observar que mientras la producción de alimentos del país con más recursos edáficos per cápita del planeta languidece en el estancamiento de su producción, países otrora mucho más relegados como Brasil lo superan a velocidades supersónicas o hasta países híper desarrollados como los Estados Unidos de Norteamérica, demuestran que siempre se puede crecer de manera continua y sostenible.
Gravar la producción de alimentos mediante una quincena de impuestos, muchos de ellos distorsivos, para terminar apropiándose del ochenta, noventa – y en algunas ocasiones de fracasos productivos – de más del cien por ciento de la renta neta de los productores es criminal, y no sólo tiene implicancias locales, también es un crimen hacia una humanidad ávida por obtener cada vez más alimentos de mayor calidad y a menor precio para abastecer a una población mundial que no para de crecer, y que al día de hoy cuenta con 7.800 millones de personas que se alimentan de dos a cuatro veces por día, todos los días del año, y que se encarama hacia la marca de 9.000 millones para mediados de este siglo.
La multiplicidad de tipos de cambio y las retenciones a las exportaciones agrícolas no sólo privan de su merecida renta a quienes producen, sino que también los condena a la imposibilidad de acumular capital, invertir en mejoras de infraestructura como riego y drenaje, adquirir bienes de capital e insumos para la producción, reponer debidamente los nutrientes que exportan del sistema y crear empleo productivo y genuino, sino que también tienen un impacto en lo ambiental, contrariamente a lo que quienes cometen este tipo de atropellos predican, dado que una menor producción agrícola redunda en una menor acumulación de materia seca y una consecuente menor fijación de Carbono atmosférico, que tanto los desvela.
Gravar la producción de alimentos mediante una quincena de impuestos, muchos de ellos distorsivos, para terminar apropiándose del ochenta, noventa – y en algunas ocasiones de fracasos productivos – de más del cien por ciento de la renta neta de los productores es criminal, y no sólo tiene implicancias locales, también es un crimen.
Por todo esto, es imperioso que los argentinos asumamos el rol de nuestro país en el concierto mundial de las naciones como productor de alimentos, adoptemos la fisiocracia moderna como filosofía de vida y dejemos de una buena vez de castigar a quien produce y de premiar a quien decide vivir sin hacerlo y retomemos nuevamente el sitio de país de primer mundo que nunca debimos abandonar.
Basta de perder el tiempo.