Hacia 1820 se inicia un gran cambio respecto a la producción y consumo de lácteos en las estancias a partir del traslado de capitales del comercio porteño al negocio pecuario, y ya desde esa década se encuentra a los mismos extranjeros participando del mercado inmobiliario del norte del Río Salado. En la lista de los principales establecimientos comerciales británicos en Buenos Aires entre 1820 y 1825, identificamos a Thomas Fair, John Gibson & Cía., Peter Sheridan, J. Harrat & Co., Daniel Mackinlay, realizando negocios con estancias. Estos comerciantes insertos en el mercado de tierras, como una de sus múltiples actividades, son compradores de estancias en nuestra zona, siendo los primeros británicos en mantener estancias y promover la cría de lanares, para lo cual habría de emplearse la mano de obra de coterráneos, en especial los escoceses que habían ingresado para la malograda colonia Santa Catalina.
A 1850, mientras en la ciudad el consumo estaba satisfecho por los lecheros y quintas de sus alrededores, en la campaña había dos situaciones; en las chacras de los extranjeros, en su mayoría súbditos británicos, la familia del patrón consumía leche, estando el ordeñe y elaboración de quesos muchas veces a cargo de las mujeres. Mientras que la peonada y los criollos, a decir de cronistas de época “…nunca cultivan la tierra…porque su alimento consiste exclusivamente en carne de vaca y de cordero. No consumen tampoco pan, ni leche, ni verduras y raramente usan la sal…”. Incluso para un criollo podría hasta significar un insulto tener que ordeñar una vaca o una oveja. ¿Por qué no ordeñar a las gatas? respondió un lugareño en cierta oportunidad. Según Mac Cann “…La única ambición de los paisanos es la de ser buenos jinetes y las faenas propias de la ganadería constituyen su ocupación favorita.
Cualquier otro trabajo, comercio o industria, se deja para los extranjeros, o sencillamente, se abandona…”. Aunque no solo esto era motivo para no impulsar la lechería. El mismo Mac Cann en visita a los alrededores de Chascomús señaló que: “…Por aquí se consume harina norteamericana, aunque la tierra, en todos los alrededores es muy fértil y apta para el cultivo, pero es de imaginarse que si la población no se basta para cuidar el ganado, mal podría ocuparse en las labores agrícolas…”.
Una nueva y renovada oleada migratoria desde escocia llegó a la Argentina pasada la segunda década del siglo XIX para participar de la “fiebre del lanar”. Todos estos inmigrantes trajeron la costumbre de consumir lácteos, y ante la deficiente producción de leche de las vacas locales, las que alcanzaban apenas a los dos litros y medio por ordeñe, debieron buscar nuevas cruzas de ganado para mejorar la producción. Los esperaba la descendencia de Tarquino, el toro importado para refundar la ganadería vacuna argentina. Se abriría otra nueva etapa con la inmigración italiana, española y fundamentalmente vasca, los que generaran en el imaginario el arquetipo del lechero, conjuntamente con la población de los alrededores de las estaciones ferroviarias a partir de 1880.
Desde allí comienza a aparecer en el partido la figura del lechero que desde muchas décadas atrás incursionaba en la ciudad de Buenos Aires. Iniciaron sus actividades de tambo dedicándose a la fabricación de queso “del país” y manteca, en menor escala. El procedimiento consistía en poner la leche en grandes tachos de latón, bordelesas o cualquier tarro, la crema era extraída con grandes espumaderas y guardada durante varios días. La leche descremada era la usada para la elaboración de los quesos. Una vez que la crema estaba bien fermentada y agria consideraban llegado el momento de echarla en la mantequera. La manteca obtenida era de una calidad desastrosa; la mayor parte era consumida por las escasas confiterías para la elaboración de masas.
Mörtstedt en sus memorias indica que “…La manteca de preferencia para la mesa en esos tiempos era la del lechero repartidor, que con su tarrito descremaba la leche que luego vendía. Un tarro de alforja era para la crema, que, batida a trote de caballo, se convertía en una especie de manteca cremosa y blanda, Para entregarla al cliente el repartidor metía su mano sucia dentro del tarro y sacaba la manteca chorreando suero, la ponía en un lienzo que golpeaba un poco, más para darle forma de rollo que para sacarle el suero, y luego secaba sus manos en la cola del caballo…” Asimismo señaló que el desarrollo nacional de la industria lechera puede ser dividido en cinco períodos. Ampliando sus conceptos podemos observar que el primero, de 1886 a 1890, comprende la época inicial en que se comienza a despertar el interés por la industria y el trabajo de los tambos. El segundo, de 1890 a 1895, es el del nacimiento de la industria con la instalación de pequeñas fábricas a vapor; la sustitución de la manteca de los lecheros, a la cual estaba habituado el público consumidor, por las producidas por estas primeras fábricas. El tercero, de 1895 a 1900, es el del principio de la industrialización de la lechería con la exportación de manteca; la concentración de la producción en centrales con maquinaria frigorífica. El cuarto, de 1900 a 1903, que es el de los comienzos del sistema cooperativo. Y el último, de 1903 a 1939, de la intervención directa y en mayor escala del capital extranjero y la de producción de caseína en el país.
El génesis de las “usinas”
En 1884 ingresó al puerto de Buenos Aires, capitaneado por Erik Adolf Adde, el primer barco de vapor de bandera sueca. Llegó cargado de productos de la industria sueca, en momentos que se organizaba una exposición internacional sobre el agro y la ganadería. Adde pensó que era una excelente oportunidad para presentar los inventos y productos de su país, vendió su barco y viajó de regreso para intentar despertar el interés de los empresarios en la exposición rural de Buenos Aires. Fue recibido por fabricantes a quienes convenció para que lo proveyeran de muestras de sus productos. De regreso en el país con los productos, se organizaba la Exposición Rural de 1886, donde se montó el pabellón sueco exhibiéndose los instrumentos de labranza y máquinas de más de diez fábricas que Adde había importado, entre otros, el separador De Laval, una maquina que por centrifugación separaba la leche de la crema, de la que muchos creyeron que servía para lavar oro. Al año siguiente Adde fundó un local permanente de exhibición de productos suecos. Trabajaban allí la tripulación del barco, ocho personas, empleados suecos jóvenes protegidos de Adde: Haralt Mörtstedt, Wilhelm y Gustaf Goldkuhl, G. Thunmark, C. Svedelius, J. Ericsson, Håkansson y Anders Gustav Elowson. Adde, quien había advertido la situación de posible crecimiento de la explotación lechera, nunca perdía una ocasión de hablar de ella a los hacendados para interesarlos en la industria. Gracias a su ayuda, fue posible instalar fábricas a muchos de los primeros fabricantes, proveyéndolos con maquinaria a su valor de costo y pagar en largos plazos con el resultado de las explotaciones. En este contexto, se iniciará la explotación industrial de la leche.
Francisco Serantes, uno de los hacendados que seguramente tuvo conversaciones con Adde, decide instalar en su campo una fábrica de manteca o “cremería”. Serantes, un rico estanciero y funcionario público, contacta con Abel Nordström un joven sueco fabricante de manteca en Uruguay que se había trasladado recientemente a la Argentina para que gerencie el establecimiento. Para lograr lo planeado adquieren un separador de leche De Laval, de los que proveía Adde, y el equipo necesario para accionarlo, un motor a vapor; instalándolo en la estancia “El Chalet” que Serantes poseía en el cuartel V°, localidad de Jeppener del Partido de Brandsen. El trabajo en la fábrica se inició en 1889.
El separador de De Laval
La estancia “El Chalet” contaba con leche de producción propia y con la adquirida a los escasísimos criadores vacunos que ordeñaban. La calidad de la leche que se recibía estaba lejos de ser buena, se ordeñaba en el corral sin cuidado alguno; los coladores eran cosa completamente desconocida. Los envases para transportar la leche eran tarros viejos oxidados comprados a lecheros de la capital, remendados con jabón o barro, o bordelesas, latas de kerosene, etcétera. Todo esto hacía que en la leche se encontraran pelos y toda clase de suciedades que se disimulaban porque gran parte eran eliminadas al desnatar. Ya que los lecheros se dedicaban principalmente a la fabricación de queso, éste fue tomado como base del precio de la leche. Competir con el queso no les fue fácil a los primeros procesadores de leche; el queso era cómodamente absorbido por el mercado consumidor y su valor era realmente alto, sostenido y difícil de igualar con la utilidad conseguida por la manteca. Descremada la leche, en estos primeros tiempos resultaba alimento de los cerdos; la crema y la manteca obtenida era mantenidas refrigerándose con agua de pozo.
Los costos y el poco interés en el trabajo de ordeñe de estancieros y peones de la zona llevó a Serantes a depender casi exclusivamente de leche de producción propia por lo cual no le fue nada bien. Esto lo llevó a decidir el cierre del establecimiento a un año de haber comenzado a trabajar.
En 1890, Abel Nordström, el ex gerente de la planta de “El Chalet” se asocia con Hilmer Dahigren y con uno de los suecos jóvenes tripulantes del barco de Adde, Haralt Mörtstedt, y adquieren los equipos de Serantes con el objeto de instalar una nueva manufacturera de leche, la segunda en la zona y el país y la primera comercialmente exitosa. Indudablemente por el traslado de los equipos debieron buscar un sitio cercano, y lo encontraron en el campo del progresista vecino Pedro Olivares.
Expansión de la industria láctea
Puede ubicarse en torno al decenio de 1880 – 1890 los cambios decisivos que dieron origen a la moderna industria láctea, diferenciada de la actividad primaria. En el censo agrario de 1881, consta que Brandsen ya contaba con 2303 vacas lecheras sobre un total de 15.746 vacunos criollos, 22 de razas inglesas y otras y 1367 mestizos; aunque la principal actividad seguía siendo la lanar con 906.908 cabezas.
El inicio de las transformaciones comienza a producirse en la ganadería vacuna. El refinamiento del ganado bovino, mediante la introducción de razas cárnicas, que alcanzó hacia 1895 un 50% del stock existente en la provincia de Buenos Aires, posibilita la obtención de ejemplares de mayor mansedumbre, que tornaron más factible la generalización del ordeñe. Argentina era conocida mundialmente por ser la tierra prometida del ganado. Pero a fines del siglo XIX apenas se ordeñaba al 1 % de las vacas del país.
La crema, la manteca y el queso, producidos en limitadas cantidades, eran fabricados artesanalmente por los “lecheros”, la mayoría de origen vasco. La demanda sólo podía satisfacerse importando esos productos desde Dinamarca y Francia. Con la instalación de Serantes y la nueva fábrica de los suecos Mörtstedt, Nordstrorn y Dahigren que se instalaba en 1890 se despierta el interés por el ordeñe. Los inmigrantes, principalmente vascos, entonces empleados por la decreciente industria del sebo, comienzan con arrendamientos de campo para la explotación de vacas para lechería. A la par que crecía la demanda de los incipientes poblados de los alrededores de las estaciones ferroviarias.
Los tres suecos sabían que el tratamiento de la leche en la Argentina, llevado a cabo de manera racional, sería un negocio muy lucrativo. Con la noción y la experiencia de que no se podía depender de la producción de un solo punto para conseguir el incremento de la producción, idearon instalar una fábrica central, surtido con crema de estaciones de desnate, ubicadas en zonas de leche. Para la instalación habían conseguido parte del terreno de Pedro Olivares, donde hasta hacía poco funcionaba una grasería, ubicado en el cuartel V° de Brandsen, cercana al camino de San Vicente a Ranchos, a 3 leguas al oeste de la estación y caserío de Jeppener y al sur del de Brandsen.
Iniciarían actividades con una fábrica central provisional para luego ubicar en un punto más conveniente la fábrica central. Esta fábrica de manteca, estación de desnate o cremería comenzaría sus actividades con algunas maquinarias que quedaron de la fábrica de Serantes y gracias a Adde, que facilitó las que faltaban. A pesar de las facilidades de pago, por falta de capital pudieron apenas agregar una mantequera y amasadora, para luego, se puede decir antes de trabajar, hacer una instalación definitiva de mantequería. Con un capital de 47.000 pesos invertidos, 8 HP de fuerza motriz, Mörtstedt, Nordstrorn y Dahigren habían creado la segunda “fábrica de leche” del país y la primera verdaderamente industrializada y exitosa. Bautizaron a la empresa con el nombre de La Escandinavia y a la estación o “usina” con el de «La Felicidad» en homenaje de una linda criolla que vivía en el lugar. Comenzó a trabajar con unos mil tarros de leche y llegó hasta los 4.000 diarios. Contaba en 1895 con 13 obreros.
Luego de esta primera fábrica comercialmente exitosa; inmediatamente otro tripulante del barco de Adde y amigo de la banda lechera de Brandsen, Carl Sevelius instala a muy pocas leguas asociado con el mismo Adde, una cremería en Gándara, dando origen al establecimiento lácteo en esa estación ferroviaria del Partido de Chascomús. Entre 1890 y 1891 en Brandsen fueron establecidas la quinta lechería del país, la de John Cowan, en su estancia cercana a la estación Altamirano; e inmediatamente la sexta, la de Thomas Mahon, en el Cuartel 9° de Brandsen, cercana hoy al pueblo de Oliden, aunque entonces comercializaba sus productos por la estación Altamirano.
El trabajo en las lecherías de Brandsen entre 1890 y 1895
Los desafíos para la nueva industria de la leche eran grandes. Se debió abastecer de gran cantidad de materia prima a las fábricas, introducir una forma de pago de la leche que fuera atrayente para producirla, sortear la dificultad de hacer buena manteca sin hielo o instalaciones frigoríficas, y acostumbrar al público a la manteca de fábrica, el abastecimiento de materia prima y la introducción de una forma de pago que fuera rentable para el tambero y la fábrica. Serantes en El Chalet utilizaba el valor queso para el pago de la leche, lo que la llevó al desastre financiero, mientras que la usina La Felicidad de La Escandinavia introdujo la entonces innovación de considerar el porcentaje butirométrico que contenía, luego de sortear una gran oposición, en la que muchos tamberos dejaban de entregar leche y volvían por un tiempo a la elaboración de queso.
A su vez implantó el pago efectivo de la leche cada 15 días, muy conveniente para el tambero, ya que el queso recién se podía vender cuando estaba en condición de enviar al mercado, unos 5 o 6 meses. Aunque había de todas las medidas, la leche comenzó a pagarse por tarro de catorce litros. Luego de mucho trabajo se adoptó el tanque medidor, pero como debía tener cierta inclinación para vaciar la leche, estando el vidrio medidor en el extremo más elevado, era motivo de desconfianzas, alegando los tamberos que se les robaba en la medida. “…Recuerdo (dice Mörtstedt) que uno de nuestros entregadores más fuertes de Jeppener, que luego fue uno de los pilares principales del sistema cooperativo, hombre inteligente, pero, como buen vasco nunca quiso ni consideró justo este sistema, aunque supongo que una vez director de una importante Sociedad Cooperativa, habrá cambiado de idea…” La compra de leche y la elaboración fue difícil y trabajosa, pero la venta de la manteca en los primeros cuatro años, probablemente fue la más pesada tarea hasta que empezó la exportación. El principal obstáculo para la venta fue desalojar del mercado la manteca producida por el lechero. Muchas personas la consideraban la única manteca pura; la de fábrica no lo era porque no chorreaba leche o suero, como solían decir.
La fabricación de la manteca se realizaba tratando, primeramente, de reducir la temperatura de la crema. Había grandes pozos bajo techo con unos 75 cm. de agua; se bajaba la crema en tarros cilíndricos de unos 30 a 50 jarros, sujetos en sogas, y allí quedaban toda la noche, con lo que conseguía rebajar la temperatura de la crema a unos 14 o 15º C. Si durante la noche el tiempo refrescaba y la temperatura del exterior era menor que la del agua de los pozos, se debía levantar los tarros. Había que estar alerta y despertar al personal. Cuando en los pozos no había una temperatura favorable o faltaba el poco hielo que se compraba, lo que era común en verano, había que batir la crema hasta tres veces, las mantequeras funcionaban durante horas y lo que salía parecía más aceite grueso que manteca. Amasarla se tornaba imposible. Se echaba así no más en unos tachos grandes de forma ovalada de 70 a 80 kilos de peso y se bajaba a los pozos para refrescarla.
En la madrugada, ya algo endurecida, amasarla y encajonarla para remitirla a Buenos Aires. Todas estas operaciones debían estar listas para alcanzar el tren que pasaba por Jeppener a los 6.30 de la mañana. Los enormes pozos con que contaban para mantener fresca la crema y la manteca medían unos 10 metros de largo por 1,50 metros de ancho y 5 metros de profundidad, con unos 70 a 80 centímetros de agua. Muy a menudo había que bordearlos para renovar el agua descompuesta y de mal olor por la crema que se volcaba al bajar los tarros. Un hombre a caballo con un gran balde hacía ese trabajo. Se raspaban los paredes y se dejaba lo más limpio posible, pero había que repetir con mucha frecuencia ese trabajo. En verano, se compraba algo de hielo, pero resultaba demasiado caro, llegando a la fábrica medio derretido. Los días que había hielo y la temperatura favorecía la fabricación, quedaba amasada y lista en el mismo día, siendo de muy buena calidad.
La venta de manteca era difícil, la costumbre general entre los compradores era de no recibir manteca del fabricante que no entregaba en el invierno. En tiempos de abundancia, verano, se fijaba precio por una cierta cantidad por quincena que dependía del buen criterio y voluntad del comprador. A la manteca sobrante se aplicaba en general el precio llamado Bagley, cuando el vendedor alegaba que no había podido venderlo a su clientela y, por consiguiente, no podía pagarla al precio fijado para la otra. La fábrica de galletitas Bagley era el último recurso; compraba cualquier cantidad de manteca y la mayor parte de los sobrantes de los industriales.
La venta de manteca al menudeo se hacía más o menos al tanteo; con un cuchillo no muy limpio, que recién había usado para cortar queso o jamón, la manteca era cortada y aplicada sobre un papel; su aspecto era pasable cuando estaba dura; pero cuando estaba blanda quedaba adherida al papel. También se usaba lienzo blanco pero para cantidades mayores al kilo.
La venta de manteca en paquetes con papel impermeable fue iniciada por un joven sueco, señor Carlos Erickson, quien en 1890 empezó con un pequeño reparto a domicilio en Buenos Aires. La Escandinavia lo adoptó de inmediato, como también un reparto a domicilio que abandonó luego para dedicarse únicamente a la venta por mayor y la exportación.
Los cajones para el transporte de la manteca eran famosos. Se veían amontonados en las estaciones, al rayo del sol, expuestos a la lluvia y cubiertos de polvo y suciedades. Siempre estaban rotos o deshechos por el trato que se les daba en el viaje. Con el tiempo se habrían de reforzar con chapa gruesa y zunchos, pesando tanto como la manteca que contenían. En el cajón, la manteca iba envuelta en un lienzo blanco, un gasto importante; los que con el uso se transformaban en trapos sucios con mal olor. El comprador nunca los limpiaba. Devueltos a las fábricas se los hervía con soda cáustica, durando pocos viajes. La tara de los cajones era un asunto muy enojoso y motivo de grandes discusiones entre vendedor y comprador, y no hay duda de que en un par de kilos siempre quedaba en beneficio de esté último. El pobre fabricante tenía que resignarse y aguantar todo; pero el tambero alegaba que al fin y al cabo él era la víctima, y quien sabe si no tenía razón.
La Felicidad y la fábrica de Gándara competían en cantidad de manteca, con una producción de 250 a 300 kilos diarios. Al año de iniciar actividades Gándara, La Felicidad iba a la cabeza con el aumento de actividad lechera.
Entre 1891 y 1894 se produjo y vendió el queso flaco, de leche desnatada. Fueron sus años de gloria, antes que el público se diese cuenta de su pésima calidad.