La imagen puede ser sacada de esos finales de comedia romántica con final feliz. Un nene rubio saluda el paso del tren en un pueblo de campo, en este caso de plena llanura bonaerense. El chico, de 4 años, se entusiasma con los vagones y el ruido de la locomotora. Esta vida ideal, lejos del cemento porteño fue la que buscó Virginia Costa Soto y su pareja Sebastián Capiello. El chico de la imagen es León, el hijo que corretea por las calles de tierra.
La pareja se conoció volando (literalmente). Ambos eran tripulantes de cabina en una aerolínea internacional. Así, entre vuelo y estadía en distintos puntos del mundo surgió el amor. “Es muy difícil salir con alguien que tenga otra profesión. No entienden que te pasás varios días fuera de tu casa –cuenta Virginia, en diálogo con Infobae-. Con Sebastián fue mucho tiempo así. Nos cruzábamos en la puerta del edificio yo llegaba y él se iba a un vuelo”.
Aterrizaje forzoso
Entonces esa vida en el aire se vio de golpe truncada. En el 2020, pandemia mediante, tanto Virginia como Sebastián aceptaron un retiro voluntario de la compañía. Los aviones iban a pasar gran parte de ese año en tierra sin poder volar.
Costa Soto es de Chascomús. Pasó su infancia entre esa ciudad y el tambo familiar de Gándara, un paraje rural con estación de tren que tuvo su momento de apogeo cuando en la zona estaba localizada la empresa láctea del mismo nombre.
La localidad fue también conocida cuando era parada obligada a los viajeros de la ruta 2. Allí, a ambos lados del camino, regalaban yogur de Gándara. Sólo había que desviarse unos metros y desde una cabina debajo de un tinglado te ofrecían los potes y botellas de agua de Villa del Sur. Un comentario obligado de cada turista que regresaba de la costa era, “paraste en Gándara ¿Sigue abierto?”.
En el año 2003, la empresa cerró y el paraje fue perdiendo habitantes. Hoy, son unas 30 familias que viven en el campo. Gándara no tiene ni plaza principal, ni un centro establecido. Sólo la estación del tren que va y vuelve de Mar del Plata, una escuela y el esqueleto de la fábrica que muchas veces es visitada por exploradores urbanos.
Eso no es todo, la escenografía de película de terror clase B se completa con otros edificios abandonados. Está la capilla Nuestra Señora del Rosario y el Colegio Apostólico San José. Los esqueletos vandalizados igual conservan parte de la historia del lugar en vestigios.
El colegio era albergue de chicos huérfanos que dormían en las camas cuchetas en habitaciones inmensas. Todavía resisten las camas oxidadas, que resisten entre las ruinas. En la iglesia, también quedaron los bancos con los escalones clásicos para arrodillarse tras comulgar.
Entonces, con el fin de la empresa que llegó a procesar 600 mil litros de leche y 136 toneladas de yogur por día, las casas se empezaron a vaciar.
Pandemia en el campo
Entonces, con las indemnizaciones cobradas de la aerolínea y antes de que las restricciones por la pandemia se pusieran difíciles para viajar, la pareja de cidió cambiar de aire. Con León bebé, se fueron a vivir a una casa que el papá de Virginia había construido en Gándara.
“De un día para el otro nos fuimos. Le hicimos unos arreglos mínimos a la casa, porque mi papá la había construido hace poco. No pudo disfrutarla porque murió apenas la había terminado –recuerda Costa Soto-. Sólo, algunos arreglos de electricidad y plomería. Pero la casa estaba habitable y pasamos la pandemia en Gándara”.
Ya afincados en el pueblo, Virginia y Sebastián empezaron a pensar en el futuro. “Decidimos que a la Capital no volvíamos más. Entonces, con algunos ahorros construimos dos cabañas para turismo rural en el mismo predio de su casa”, explica la mujer, mientras los perros ladran a su alrededor.
Ahora van por más. En un campo familiar que lograron alquilar hay una pulpería y almacén abandonado. En épocas de apogeo de Gándara lo regenteó la familia Piccone. De a poco empezaron a desmalezar a mano el terreno y a limpiar el local que estuvo abandonado durante tres décadas.
“Cuando entramos vimos muchas cosas rotas. Partieron la bacha, se robó un tubo de gas y los cables, algunos rompen vidrios por deporte, dejan basura y se llevan picaportes. Es un desafío dejar una escoba, se roban todo”, dijo la mujer.
La pulpería del futuro
En el local funcionaba el restaurante donde comían los empleados de Gándara. Muchos de los trabajadores vivían en Chascomús, a 20 kilómetros, y no hacían a tiempo de ir y volver.
“Creo que es una oportunidad. Cada fin de semana llega mucha gente a Gándara y no tiene ni un lugar para tomar una gaseosa o ir al baño – recalca Virginia-. También están los clientes de nuestras cabañas que muchas veces no quieren cocinar”.
En el medio de ese cambio de vida, Virginia volvió a volar como tripulante de cabina. Lo hace en vuelos privados. “Una semana estoy acá en el campo entre zorros, liebres y mulitas. Y con un llamado me arreglo y me calzo el disfraz de azafata para viajar a cualquier parte del mundo”.
El plan es abrir la pulpería para el próximo verano. “Es el momento de mayor afluencia de turistas durante los fines de semana. Desde grupos de ciclistas, motoqueros hasta familias que salen a buscar una salida de campo cerca de Buenos Aires”, explica Virginia. Así, ya recuperaron el piso histórico del local que es el clásico damero en este caso rojo y negro.
Mientras siguen con los arreglos y cuando le da tiempo los vuelos que muchas veces le avisan apenas un día antes, Virginia ya proyecta los menús que va a ofrecer en el emprendimiento. Ella es vegetariana y rechaza, por ejemplo, ver cocinar un animal a la cruz, algo muy común en el campo. Tampoco le interesa ofrecer en sus cabañas paseos a caballo. “Rechazo cualquier tipo de explotación animal”.
Todo su emprendimiento turístico está pensado para dejar la menor huella de carbono posible. Tienen un biodigestor para el tratamiento de las aguas, termotanques solares y plantaron en su campo todas especies nativas de árboles y arbustos.
“Vamos a ofrecer platos vegetarianos y también otras opciones con carne y lácteos – explica Costa Soto-. Vamos a tener empanadas de carne, tortillas o alguna picada. No vamos a dejar a todos los turistas sin esas propuestas”.
El objetivo de la pareja es darle visibilidad a los emprendedores locales. “Estamos probando productos de nuestros vecinos de Chascomús para en el momento de la apertura ofrecerlos en nuestra pulpería”, explica Costa Soto.
Así, sentados en la puerta de su casa, con el sol del atardecer de frente, la pareja ya planea cómo será la apertura de la pulpería. Mientras esperan el paso del próximo tren y de fondo solo se escucha el ladrido de algún perro o el mugido cercano. Cuenta Virginia que a veces mira el horizonte y no puede creer como cambiaron sus vidas desde la pandemia. “Pasamos de tener miedo de salir de noche o vivir con rejas a conocer a todos nuestros vecinos y estar en contacto con animales que deambulan entre las plantas”, resalta Costa Soto.
Así con el cambio ya asentado, Virginia y Sebastián avanzan en sus planes turísticos para Gándara. La idea es convertir este paraje olvidado de la llanura bonaerense en un centro de turismo rural. Que funcione el efecto contagio. Que lleguen otras familias a construir cabañas y a abrir emprendimientos gastronómicos. Virginia mira como va quedando la limpieza de la pulpería y se alegra. Ya la ve colmada de turistas y con autos estacionados en la puerta. Y con el aroma de la comida que invada todo el salón. su sueño ya está en marcha.