Cerca de la capital, en las últimas décadas esta colonia agrícola se colocó en el mapa de la producción lechera con la combinación de tradición e inversión en tecnología. Relatos del pueblo, en sus 109 años.

No todo es sierra ni turismo cuando se habla de Córdoba. Marull, un pueblo del noreste en el departamento San Justo y a unos 170 kilómetros de Córdoba capital, es una parada obligada antes de llegar a la imponente laguna de Mar Chiquita, centro magnético de los visitantes. Pero Marull no es apenas una comarca bucólica. En su sosiego de llanura y cielo abierto, geografía similar a la pampa bonaerense o a los prósperos campos santafesinos, se ha convertido, en los últimos años, en un verdadero polo lechero no sólo de la región sino del país. Tanto, que se la nombra como la meca de los tamberos.

Un 15 de agosto de 1912 y a la vera del ferrocarril, innovación de la época para la zona, nacía Marull: el nombre surgió de la familia fundadora, de origen catalán. “Nuestro pueblo es devoto de la Virgen de la Asunción, y los actos de nuestro 109 aniversario empezaron con fiestas patronales. Luego seguimos con la celebración del día de las infancias y ahora con Marull productiva, una exposición donde conviven durante días emprendedores, comerciantes y grandes empresarios de la zona. De a poquito vamos volviendo a la normalidad”, explica Gabriel Faletto, el intendente.

A simple vista Marull es una población de apenas 2.000 habitantes con parajes rurales cercanos a la ruta, sin otros atractivos que la tranquilidad pueblerina, la naturaleza agreste combinada con espejos de agua, la gastronomía campestre y las historias de sus habitantes, que se remontan mayormente al trabajo en el campo y a variados oficios alrededor del ferrocarril, con obreros especializados en tornería, herrería, la construcción de ladrillos y el comercio a pequeña escala.

Sin embargo, detrás de esa fachada de falsa calma, los expertos en economía no dudan: allí se encuentra, hoy, la zona de tambos más intensivos de Argentina. Se calcula que en el país hay unos 10.000 tambos en producción y, según datos del Observatorio de la Cadena Láctea, los tambos chicos que producen hasta 4.000 litros por día representan el 77% del total. Pese a la crisis del negocio lácteo, donde además de los insumos dolarizados en alza, el precio pagado por la leche subió lo mismo que la inflación y el costo de producirla -de acuerdo a lo que expresan desde el sector- escaló alrededor de un 65% por la suba en los precios internacionales del maíz y la soja, fuente principal de la alimentación de los animales, en Marull se ha gambeteado el cierre paulatino de los tambos bajo una nueva concepción, arraigada en la tradición familiar y con unidades de producción cada vez más pequeñas y sofisticadas.

“Apellidos y establecimientos tales como Mercol, Abratte, Vaira, Barrea, los Alegre (en La Para), Fissore y Scolari son sinónimo de producción intensiva de leche y son una suerte de Premier League de la lechería nacional. Casi todos están produciendo una gran cantidad de litros por año y poseen sistemas confinados -con mayor o menor infraestructura- en el alojamiento y ordeñe de sus vacas”, dice el portal especializado todolechería.

Con tierras fértiles, linajes enraizados en la economía agrícola-ganadera y una fuerte inversión en tecnología de punta, Marull se ha transformado en un punto de observación del mercado internacional. Ante la feroz sequía y las oleadas de calor de los últimos tiempos -que redundaron en falta de leche-, uno de los desafíos actuales, como se señaló en la exposición Marull productiva, es la de ir hacia “una lechería distinta en los procesos de partos y de producción intensiva, que adapten los ciclos naturales a una incorporación de tecnología”. Algo que, según uno de los expertos, “es seguir apuntando a conocer mejor al animal y darle un trato adecuado con su entorno”.

Todos los “gringos” -como se los llama cariñosamente en la zona- están interrelacionados en el mundo virtual bajo un amplio conjunto de asesores externos; antes de la pandemia, incluso, hacían viajes permanentes de experiencia y capacitación en países como Estados Unidos y otros de Europa, de donde aprendieron el sistema de confinamiento a cama fría, la división del rodeo, los tambos rotativos tipo “calesita”, la conformación de dietas muy medidas y el manejo sustentable de efluentes.

Mejorar la eficiencia y el bienestar animal

La vaca, en rigor, está en el centro de la escena. El establecimiento “Don Alfredo”, por caso, es una empresa familiar agropecuaria que trabaja sus tierras dedicadas netamente a la agricultura, que es la base de los sistemas de producción de leche y carne con sistemas encerrados -drylot y feedlot-. “Todo se logró a través de la incorporación de tecnología en genética, mixer con balanzas, carga constante de datos, gran presión de selección en el rodeo lechero y lo que nunca debe faltar en cualquier empresa para que sus proyectos se lleven a cabo y se hagan realidad: un gran trabajo en equipo”, apunta Nicolás Fissore, nieto de Alfredo, el creador del establecimiento.

Magalí Gula es de las pocas mujeres que trabaja en los campos de Marull, como una de las encargadas de “Don Alfredo”, y dice que el reto es mejorar los niveles de eficiencia y bienestar animal. Magalí coordina varias tareas, de lunes a lunes, casi sin descanso. No sólo hace labores de gerencia sino que incluye mano de obra, como la inseminación. Dice que se pasa horas a pie para separar a los animales y luego llevarlos a los corrales, a veces con tormentas a cuestas.

“Veo a una vaca y no necesito ponerle la mano”, describe en su multitarea, que incluye también habilidades como veterinaria amateur. El campo tiene alrededor de 1.500 hectáreas y casi el mismo número de vacas. Y la leche la suele comprar Nestlé.

La tecnología al servicio de la producción lechera

Mientras algunos productores siguen apostando al viejo sistema pastoril, otros manejan cambios empresariales como la incorporación del dry-lot, donde la vaca ya no sale a pastorear sino que vive en corrales cerrados y amplios, con cama “rabasteada” donde se les provee de la comida, la sombra y el agua. En efecto, uno de los conceptos que ha transformado el viejo paradigma agrícola es el de “confort animal”. Rubén Scolari es productor agropecuario e ingeniero agrónomo, el primero con título en Marull, de la camada de los que fueron a estudiar a Córdoba capital y regresaron al pueblo.

Cuenta que una de las experiencias pioneras fue hace 50 años, cuando se creó un centro de inseminación artificial, una especie de cooperativa auspiciada por Sancor, que en aquella época dominaba el negocio. “Marull se fue inundando de profesionales, el productor medio está altamente calificado e incorporando todo tipo de tecnología. Es uno polo de desarrollo lechero como no existe en el país”, asegura.

La antigua mentalidad agraria, reaccionaria y poco predispuesta a los cambios, ha comenzado a ceder. Dice que las nuevas generaciones renovaron el negocio y siguen perfeccionándose cada vez más con títulos de grado, capacitaciones con empresas del exterior y hasta maestrías y doctorados en el rubro. Rubén Scolari formó una consultoría y llegó a asesorar a más de 50 productores. “Los problemas familiares eran frecuentes, en mi rol hacía más de psicólogo que de ingeniero agrónomo. Es uno de los motivos, además de la permanente crisis del negocio lechero, por el que desaparecieron tantos tambos”.

En las últimas décadas, Marull pasó de 120 a 20 tambos, aunque cuenta que hoy se ordeña lo mismo que aquella época por la capacidad tecnológica y de recursos humanos. Es decir: hay menos pero mejores.

En su tambo cuenta con 24 trabajadores, con un promedio de 30.000 litros de leche por día. Hoy dice que está potenciando lo del “confort animal”, con los últimos detalles de un galpón adaptado para preparto y maternidad, de techos con paneles solares, y explica: “Porque estamos convencidos, luego de varios estudios, que allí las vacas van a parir con el mejor bienestar y confort posible. De ese modo se llevará adelante una maternidad y calostro de extrema calidad higiénica, bacteriológica e inmunológica para lograr una excelente performance productiva”.

“A la vaca cuanto más la mimás, más te da. En Marull tenemos una potencia genética enorme, a la altura de los mejores lugares del mundo”, reflexiona, y sugiere cuatro pilares en el negocio de la lechería: ser dueño de un espacio de tierra, tener una historia productiva, sentir gusto por la tarea y alentar una proyección a través de la descendencia.

A la vaca cuanto más la mimás, más te da. En Marull tenemos una potencia genética enorme, a la altura de los mejores lugares del mundo

Rubén Scolari — productor agropecuario
Raúl Mercol fue operador del cine del pueblo a fines de los 70. Recuerda las épocas gloriosas donde los marullenses llenaban la sala, comiendo pochochos y esperando los estrenos.

De familia de tamberos, tiene uno de los tambos más productivos de la zona, con ordeñe automático. Calcula 4.000 litros por ordeñe, con 300 vacas promedio en su tambo. Casi toda su leche se la vende a Grido, Verónica y Vicentín, aunque también tiene otros compradores.

Los trabajadores formoseños son mayoritarios en su tambo, con jornadas de trabajo que suelen arrancar a las cinco de la mañana. Muchos de esos peones golondrinas, provenientes también de Chaco y Corrientes, permanecieron en el pueblo y formaron allí sus familias, siendo los pilares fundamentales de la economía agraria -con ritmos laborales intensos y una paga no tan sustanciosa como la que facturan sus dueños- aunque algunos dicen sufrir la discriminación por no ser parte de la inmigración piamontesa que pobló gran parte de la zona. Es por ello que suelen vivir en la periferia del pueblo.

Genética animal

Otro de los nudos del negocio lechero es la genética animal. Adrián Martín vive en su estancia “Clide”, nombre puesto en homenaje a su madre. Es criador y productor. En el último tiempo puso el énfasis en la genética, donde hoy es uno de los especialistas de la zona.

Así explica lo que denomina como vigor híbrido, otro concepto de vanguardia: “Notamos en los últimos tiempos que la Holando-Argentino se estaba adaptando poco a los requerimientos pastoriles, entonces hicimos un cruzamiento con otras razas. Y ganamos en rusticidad y en capacidad lechera”.

Cuando en las normativas científicas le aceptaron hacer genomas de los animales, diversificó su producción. Hoy trabaja con distintos asesores y sus dos hijos estudian veterinaria. Actualmente dice explorar cientos de razas, en su campo tiene 150 vacas y apuesta a la calidad más que a la cantidad.

Explica, en ese sentido, que hace un tiempo incorporó a su sistema de producción la raza francesa Montbeliarde. Llevó el tambo a “cabaña” y construyó un negocio a partir de la genética. Adrián compitió en los principales concursos ganaderos, obteniendo importantes premios: los jurados destacaron una serie de virtudes por sobre la tradicional Holando Argentino.

Según dice, los resultados se ven no sólo en una mejor productividad sino también en otros aspectos que hacen al manejo del rodeo, “una vaca fuerte con mejores niveles de preñez; menores requerimientos en la alimentación y mejor stock corporal; menor incidencia en gastos de mantenimiento y veterinarios; y menor riesgo de mastitis, entre otros. Estos factores sumados a un mayor valor del macho y mejor calidad de la leche para la industria quesera, posicionan a la raza como una alternativa interesante para los productores de nuestra región”.

Un pueblo centenario

Marull, con pocos fallecidos y casos controlados de coronavirus, no sufrió la pandemia como ocurrió en aglomerados urbanos y la prosperidad del campo siguió su curso. Con su lema de “pueblo verde, limpio y ordenado”, con atractivos anuales como la Fiesta Nacional de Mujeres Asadoras –celebrada por primera vez en 2015-, este pueblo religioso -que tiene su Vía Crucis ecuménico, único en América- y agrícola-ganadero celebra su nuevo aniversario con sus vecinos como protagonistas. Los que han sabido, además del esplendor tambero, darle una identidad a un pueblo que también vive más allá de su cuenca tambera.

Como la historia de Antino Ercole, el vecino más longevo, con 102 años. En el pueblo todavía recuerdan con gracia cómo Antino se resistió a los preparativos de los festejos de sus 100 años, cuando apenas faltaban unos días para eso. “Hasta que no cumpla, no quiero ninguna nota ni nada”, les había dicho, serio, a los que organizaban la celebración.

Dice que se siente orgulloso cuando se entera cómo el pueblo ha progresado con sus tambos. Antino, vestido de polar y pantuflas, es locuaz, simpático, y saca dos vasos convidando un trago de vino en su casa a cuanto visitante reciba, mientras el pueblo festeja su aniversario 109. Tiene tres hijos: uno de ellos es el que más suele visitarlo. Dice que se cocina solo y que resuelve sin ayuda los quehaceres domésticos. Y que descansa mucho -“no me privo de nada”, lanza, como un mantra-: duerme largas horas a lo largo del día y desde la cama dice que estira los músculos y mira programas de política en la televisión.

Con una integridad física propia de alguien más joven, el pelo blanco peinado hacia atrás, cuenta con tono suave y fluido que nació en Balnearia y que su familia llegó desde Piamonte, como muchos de los habitantes de Marull. En un breve repaso, Don Antino, como le dicen sus vecinos, agrega que no terminó la escuela primaria, que fue el séptimo de diez hermanos -ocho varones y dos mujeres- y que disfrutó de la vida en el campo, trabajando en el engorde de novillos.

“Me preparo para el 26 de enero”, se confiesa, sobre el próximo aniversario de su nacimiento, en 1919. Su comida favorita es el bife a la criolla, recomienda “comer poco pero masticar bien” y hace un elogio de la austeridad. Para Antino, el secreto de la vida está en “conformarse con poco” y “no tener vicios que destruyan”. Mientras estira las manos sobre el mantel de la mesa, su piel dorada parece brillar despidiendo un olor agridulce. De pronto recuerda los tiempos de la primera presidencia de Juan Domingo Perón: “Había crédito para comprar vacas, había crédito para comprar campos. Eso luego se perdió”.

Luego tocan la puerta y Antino atiende, se sienta y se saca los anteojos: son las enfermeras que, tres veces al día, vienen a colocarle las gotas para aliviar su tensión ocular. “Un gringo argentino”, dice de sí mismo y entonces se despide, sin preámbulos: larga una sonrisa amplia y permanece erguido en la puerta, de pie.

La memoria de Antino casi corre paralelo a la historia de Marull, un pueblo poco conocido de la llanura cordobesa que celebra un nuevo aniversario con el honor de que, al menos, algunas familias puedan jugar en las grandes ligas del tambo argentino.

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