La ciudad de Azul, a 300 kilómetros de la Capital, aparece justo en el medio de la panza bonaerense. La pesadilla de cualquier automovilista son los 200 kilómetros que la separan del final de la autopista, en San Miguel del Monte. Las filas de camiones con acoplado ocupan kilómetros de esa inexplicable cinta asfáltica de doble mano que sigue siendo la Ruta 3.
Esa congestión interminable desaparece como por arte de magia en cuanto Azul queda atrás y la ruta pasa a ser perfectamente transitable. Es un alivio para quien está al volante, y una prueba contundente de la importancia de la ciudad como polo urbano.
Con un casco urbano señorial y edificios públicos de la Belle Époque, en la historia de Azul talló nada menos que Jorge Newbery, quien en 1903 era un joven ingeniero de 28 años e ídolo deportivo que estaba transformando al boxeo en un espectáculo de masas en la Argentina.
En diciembre de aquel año, Newbery analizó cuatro propuestas que se presentaron en el municipio de Azul para instalar el alumbrado eléctrico. En su informe, aconsejó que se aceptara la propuesta de la empresa Brumana y Esteguy. Un año más tarde Azul ya tenía alumbrado público y se resolvía un problema que venía desde la segunda mitad del siglo XIX.
Pero el servicio declinó con los años. En 1918 comenzaron las protestas contra el “trust” de Brumana y Esteguy, a raíz de los constantes cortes del servicio. Aquellas protestas fueron el germen de un movimiento de vecinos que constituyeron la Compañía de Electricidad de Azul SA, en 1923, y años más tarde, en 1956, la Cooperativa Eléctrica de Azul.
Para la década del ’70, la Cooperativa daba electricidad a Azul y a las ciudades vecinas. Se había transformado en una empresa próspera, que por estatuto no podía distribuir dividendos. Como al mismo tiempo acumuló un capital que excedía las exigencias de inversión, decidieron diversificarse con la creación de una usina láctea a gran escala, para ofrecer a la población de Azul leche pasteurizada a precios más bajos que los que cobraban los camiones que llegaban desde General Rodríguez.
Así, el 18 de junio de 1971 la Cooperativa Eléctrica de Azul inauguró la planta pasteurizadora de leche Luz Azul. Ese mismo año a 45 kilómetros, en Olavarría nacía Gabriela Benac Casiana.
Dulces recuerdos
“Mi padre, Guillermo Benac, era tambero en Olavarría. Un hombre con mucho empuje, instaló el primer tambo mecánico de doble ordeñe en la ciudad. Fundó lácteos La Casiana, mi segundo apellido. Vendía a diferentes empresas, distribuidores, minoristas, incluso fue proveedor del penal de Melchor Romero”, cuenta Gabriela, que muestra modales campechanos pero habla con voz de mando. Está sentada a la mesa del hall de su “local escuela” de Luz Azul en Cabildo y Virrey del Pino, Belgrano.
“En aquella época, cuando volvíamos del colegio, los chicos trabajábamos en la empresa de la familia. Yo tendría nueve años y ya andaba por la fábrica. Hice de todo, aprendí a preparar quesos, a envasar…”.
Gabriela terminó la secundaria en Olavarría, casi de inmediato se casó y se radicó en Necochea. Hoy está divorciada y nuevamente en pareja. Tiene cuatro hijos: apenas pasa los 50 años y su hijo mayor, de 32, está radicado en Estados Unidos. Dos de sus hijas, ya recibidas, la acompañan en la empresa: “Agustina, de 30 años, con la contabilidad; y Camila, de 26, es ingeniera en alimentos y con su novio decidieron quedarse cuando tenían la posibilidad de trabajar en el exterior”.
Luz Azul dejó de ser cooperativa a mediados de la década pasada. Hoy es una empresa de la que Gabriela es la socia mayoritaria, con dos socios minoritarios.
Los activos de la compañía son la usina láctea, que ocupa dos manzanas en Maipú Norte 499, en Azul, y cinco locales alquilados. Pero fue el capital de terceros lo que la transformó en una marca masiva con más de 70 locales franquiciados en el país. El mapa con puntos rojos de su sitio web los ubica en Catamarca y Misiones al extremo de ambas puntas de la región norte, y desde allí bajan hasta Comodoro Rivadavia.
La franquicia de Luz Azul fue uno de los negocios de mayor expansión durante la pandemia y la post pandemia. Hubo 40 aperturas en 18 meses, desde abril de 2020. Y siguen: sólo el mes pasado inauguraron cuatro locales y cerraron uno.
En su negocio se cruzan varias de las cuestiones que atraviesan a la Argentina de 2023: es una franquicia que se puede abrir con un capital de 45.000 dólares, inaccesibles para los salarios corrientes pero que a la vez no alcanzan ni siquiera para un departamento de dos ambientes en Capital.
Exige trabajar mucho: se atiende a los proveedores de madrugada y luego comienza la atención al público, que se extiende hasta las siete de la tarde. Luego hay que hacer trabajo de arqueo e inventario.
“No te digo todo el tiempo, pero hay momentos en los que el dueño tiene que estar: cuando recibís la mercadería, cuando hacés los pedidos, cuando cerrás la caja”.
La rentabilidad es baja; los lácteos de Luz Azul se venden a un precio 20% por debajo de las primeras marcas ofrecidas en las góndolas de los supermercados. A veces, la venta “resulta más baja que el precio de reposición”, dice Benac, en una descripción que en otra empresa sonaría a sincericidio. Ella lo plantea desde otro lugar. “Yo a mis franquiciados lo que les digo es lo que tienen que evitar. No existe ningún manual que te enseñe a manejar este negocio”.
De La Casiana a Luz Azul
Gabriela recuerda que en sus veintipico visitó la planta de Luz Azul junto a su padre. “Era una empresa grande, se diferenciaba por su tecnología. Y mi viejo me dijo que en algún momento íbamos a ser como Luz Azul”.
En 2006 Guillermo Benac falleció a los 64 años, víctima de un cáncer, y La Casiana quedó a cargo de sus hijos. Transcurrieron seis años y las tensiones afloraron.
“Quedé al frente de La Casiana con mis hermanos, pero en diferentes condiciones. A mí me encanta el sacrificio y a ellos no tanto, de modo que decidí abrirme”, cuenta. La posta del negocio, con los años, la terminó tomando el hermano menor, Fernando. El hermano mayor, Guillermo, hoy es productor agropecuario. La Casiana tiene sus propios locales en el centro y sur de la Provincia, en Olavarría, Azul, Necochea y Mar del Plata.
En 2012, cuando a los 40 años se alejó de La Casiana, Gabriela era una empresaria experimentada con trato habitual con clientes y proveedores. “No tengo estudios universitarios, pero tengo calle. La gente de la cooperativa supo que me estaba yendo de la empresa familiar y me llamaron para preguntarme si quería gerenciar Luz Azul”.
La respuesta fue negativa. “Yo necesito ser dueña, acá hay que avanzar y no puedo esperar a que la cooperativa me apruebe las decisiones”, les dijo. “Les expliqué los motivos. Y en vez de llamar a otro, me propusieron venderme la empresa en cuotas”.
Gabriela reclutó a un joven ingeniero en alimentos de La Casiana, Ismael Bracco, quien se convirtió en su socio. Y acordó con sus hermanos quedarse con el fondo de comercio de tres locales de La Casiana. Con esos activos avanzó con la gente de Luz Azul.
“Fue un acuerdo ventajoso para mí y para mi socio, la gente de la cooperativa fue generosa. Buscaban que la empresa siguiera abierta”.
En aquel momento Luz Azul estaba en un piso de producción: su capacidad instalada, desde 1971, había sido de 60.000 litros de leche diarios, pero en 2012 tenía apenas 15 empleados. “Nos dimos un plazo de tres meses con mi hermano para hacer la transición de los locales, y en ese plazo armamos el nuevo logotipo de Luz Azul, nos dimos a conocer en redes sociales y trabajamos fuerte con las radios locales. Mucha gente nos empezó a comentar que ‘ahora Luz Azul anda bárbara’ y lo cierto es que estábamos re fundidos. La fábrica estaba destruida y con Ismael llegábamos a las 4 de la mañana y nos íbamos a las 12 de la noche. Pisos, techos, paredes, estaba todo roto. El suero láctico es muy abrasivo y rompe mucho. Y lo peor es que no teníamos empleados capacitados. No podíamos tomar gente de esta industria porque Azul no es una zona lechera. Hubo que hacer todo un proceso de inversión”.
¿Con qué fondos? “Con el crédito de los proveedores. Con cheques y plazos de pago diferidos. Fue muy difícil. El producto estrella son los quesos, y no salían con la calidad que queríamos”.
A los tres locales iniciales les sumaron cuatro nuevas aperturas en los cuatro años siguientes. Hasta que Gabriela recibió una llamada desde La Plata: le pedían abrir una franquicia.
“Teníamos seis o siete locales y me llamó un chico de La Plata, César Nese, para decirme que quería abrir una franquicia. Yo justo estaba conversando con la consultora Lepus para armar los manuales de las franquicias. De modo que el primer local, en la Calle 13 de La Plata, ya estaba franquiciado antes de lanzar el sistema. Fue mi conejillo de Indias”. Aquel mismo año, Nese abrió junto a otros socios otro local en La Plata, sobre la Calle 7.
Las inauguraciones entre 2016 y 2019 fueron de cinco a seis por año, y los locales franquiciados aportaron un mayor volumen de ventas. Luz Azul no cobra un “fee” a los franquiciados: su negocio es tener la boca de expendio, a la cual le vende en exclusividad.
“Pasamos de una facturación baja, con clientes que pagaban a 90 días, a poner condiciones. Invertimos en mejores condiciones tecnológicas y la plata comenzó a entrar. Los clientes eran distribuidoras, gastronómicos y comercios chinos. Y abrimos más locales. Cuando se declaró la pandemia teníamos 25”.
La pandemia y la explosión
El 19 de marzo, cuando se declaró la cuarentena, Gabriela estaba en la apertura de un local en Almagro. Salió disparada hacia La Plata, donde estaban sus hijos, y juntos viajaron hacia Azul.
“La gente empezó a comprar comida en cantidades, se llevaban todos los quesos, el dulce de leche. Nuestra actividad fue declarada esencial, pero no sabía si podría pagarle a los proveedores. Teníamos 80.000 litros de leche en stock y no sabíamos qué iba a pasar cuando se terminaran. Lo primero que hicimos fue tramitar los permisos de trabajo y aprender los protocolos, a cuidar que nadie se enfermara porque nos cerraban la planta”.
No había terminado marzo cuando los empezaron a llamar desde todas partes para abrir franquicias. “Era mucha gente que se había quedado sin poder facturar. Gente que por ejemplo tenía un pelotero y estaba viendo cómo seguir”.
Luz Azul triplicó su negocio en los 18 meses siguientes: pasó de 25 locales a casi 70. Gabriela estuvo en la apertura de cada uno.
“Me recorrí el país entero dos veces durante la pandemia. Me comí todos los controles, que no te dejaran transitar a pesar de estar en el medio de la ruta desierta. Así abrí 40 locales”.
Un listado provisorio ubica las casi 80 franquicias en toda la provincia de Buenos Aires, en Capital, Córdoba, Tucumán, Neuquén, Chaco, Chubut, La Pampa, Misiones, Catamarca, Entre Ríos, San Juan y San Luis.
El negocio
La producción de la fábrica es de entre 60.000 y 80.000 litros de leche diarios. También los abastecen otras usinas y otros productores de quesos duros, alfajores y chacinados. “Son todas pymes que a través nuestro llegan de manera directa al cliente, sin pasar por la cadena de distribución”.
¿Qué hace tan atractivos a los locales de esta marca, para que la gente ponga su plata para abrir puntos de venta en todo el país? Una combinación de precio, calidad y variedad de oferta. Los quesos Luz Azul, sobre todo los que tienen “ojos”, como el pategrás, el gouda y el fontina, han ganado premios en distintos concursos.
“El más vendido es el queso cremoso en media horma, pero ese es un queso más. Con los otros ganamos premios y marcamos la diferencia. Y lo mismo con el dulce de leche, que es lo que más llevan los clientes”. En el primer piso del local de la calle Belgrano, una gigantografía sobre los secretos del dulce de leche Luz Azul ocupa media pared.
El otro punto fuerte de la oferta son las picadas, que se arman en los locales en base a quesos propios y fiambres de Cagnoli y Fox.
Luz Azul no tiene inmuebles propios, salvo la fábrica. De los 10 locales iniciales, el único que pertenecía a la empresa era el de Necochea, que ahora tampoco forma parte de la cadena. Todos son franquicias.
“El mejor mercado para abrir locales es en la Patagonia, en ciudades como Cipoletti, Comodoro Rivadavia y General Roca, donde hay buen poder adquisitivo. No tanto en Córdoba y en el sur de Santa Fe, donde hay más competencia. Igual estamos en dos localidades de Córdoba”, detalla Benac.
Abrir una franquicia de Luz Azul exige 45.000 dólares y unos 50 días para acondicionar el local, las heladeras y los sistemas informáticos, y recibir la primera mercadería para una semana.
“La capacitación la hacemos en nuestro local escuela en Belgrano, donde incluso tenemos dormitorios para quienes llegan desde el interior. La facturación en su conjunto es difícil de estimar por la inflación, pero a junio rondaba los 500 millones de pesos mensuales”.
En la fábrica trabajan 120 personas. Las franquicias, un negocio de inversores externos, dan trabajo a aproximadamente 400 personas más.
Benac ahora es la accionista mayoritaria. Tiene dos socios minoritarios, José Kolomiets y Natalia Meder. Su socio histórico, Ismael Bracco, se retiró como accionista y se quedó con tres locales en Olavarría.
El ritmo de aperturas es intenso: entre fines de junio y principios de julio de este año abrieron un nuevo local en Chillar, renovaron los tres locales de Olavarría y otros tres en Ramos Mejía, Martínez y Villa Urquiza. La tanda, por el momento, finaliza con un nuevo local en Puerto Madryn.
“Igual, también hay cierres. Estamos abriendo el tercero en Madryn, pero se cerró uno en Zárate. A veces el dueño se cansa porque no sabía sobre el negocio cuando lo compró. En el caso de la franquicia de Zárate, es un chico que vive en Buenos Aires, sus socios se fueron y no quiere viajar todos los días a Zárate. Entonces se cansan y terminan cerrando”.
Insiste en que se trata de un negocio con bajo margen de ganancia y muchas horas de trabajo.
“Este tipo de estructuras, con baja rentabilidad, siempre exige estar detrás de cada detalle. No es una gran corporación donde a nadie le importa nada. Mientras estás en este nivel tenés que controlar todo. Además, llegás a un punto en que creés que está funcionando y en dos segundos se descontrola”. Con el tono seguro de la experiencia, dice que la trampa es creer en la zona de confort.
“La gente tiene una tendencia al desvío. Quedamos en hacer las cosas de una manera, y cuando visito un local no lo están haciendo así. ¿Por qué? La respuesta habitual es que un día lo hicieron de otra forma y nadie se dio cuenta. Y cuando quisiste acordar se te desvía todo”.
Ya quedaron atrás las jornadas de 14 o 16 horas. Hoy Gabriela trabaja 8 o 9 horas. La respaldan sus hijas, Agustina y Camila. Pero dice que disfruta yendo a cada una de las aperturas. Asegura que no se perdió ni una sola.
“Cada local tenía su característica, y me ocupé personalmente de supervisarlos, fui a cada una de las 70 aperturas. En ésto no hay un ovni que baja y te dice cómo se hace. Lo que yo le vendo a mis franquiciados son mis errores, que no cometan los mismos que yo cometí”.