Pero hace unos 125 años, la cuestión de la venta de leche estaba en las antípodas de lo que pasa hoy. Eran los albores del siglo XX.
En 1897, mediante un decreto de la Municipalidad de aquel entonces, se estableció que, para garantizar el expendio de leche a toda la población de la ciudad capital, el expendio se haría “a domicilio y al pie de la vaca”, aunque no estaban permitidos los animales fatigados.
Así como se lee: iba un expendedor con una vaca, le golpeaba la puerta a la casa de un vecino, y ahí nomás le ordeñaba y dejaba la leche fresca. Incluso había un período para esto -de noviembre a marzo inclusive- y horarios: por la mañana, desde bien tempranito hasta las 9, y de tarde desde las 16.30 horas en adelante.
Esto consta en el digesto histórico de 1922, un compendio de normas administrativas que permiten observar como era aquella capital provincial “en sepia”; cómo se organizaba el reparto de los alimentos vitales; la atención médico-sanitaria, la estructura del Estado local, etcétera. El digesto es una valiosísima herramienta para entender un fragmento del pasado local.
“Generalmente a pie, pero también en carros, estos cuentapropistas recorrían las calles ofreciendo sus productos a viva voz. Cada uno de estos servicios tenía su modalidad propia”, relata.
El lechero, por ejemplo, hacía dos entregas diarias. “Aparecía temprano a la mañana y por la tarde después de la siesta, con una o más vacas y sus terneros, y ordeñaba en la calle a pedido de sus clientes”.s
“La falta de un sistema de refrigeración (heladera) en los hogares determinaba que el reparto de este alimento fundamental del menú familiar debiera realizarse los siete días de la semana”, explica ese artículo.
Con registro y en tarros
Todo esto cambió dos años después en Santa Fe, el 10 de enero de 1900. Con otro decreto municipal, se dispuso la creación del “registro de expendedores de leche”. En la Inspección Central debían inscribirse todos los expendedores de leche en el municipio, “con anotación de sus domicilios”.
Una vez inscripto cada expendedor de leche, a éste se le entregaba un número de chapas, “las que deberán ser puestas en partes visibles de los tarros que usen para el reparto del alimento líquido”. Es decir, ahora el reparto era en tarros cargados por brazos forzudos y en carretas.
Estas chapas debían llevar un número de orden que correspondería al número de la inscripción del expendedor. Y todo expendedor de leche que omitiera el decreto “incurrirá en una multa de 20 pesos moneda nacional, y del doble en caso de reincidencia”. Serían penados además con multa de dos pesos por cada tarro que se encuentre sin la chapa.
Controles sanitarios
Debieron pasar 21 años para que el Concejo de Santa Fe sancionara una ordenanza, la Nº 1.933, donde se establecieron controles en la pasteurización de la leche de venta al público, incluso con determinados tenores y porcentajes de materia grasa, valores de densidad y grados de temperatura.
Esa norma fue acaso “revolucionaria” en términos de sanidad pública, si se compara con lo que había pasado apenas dos décadas atrás, cuando iba la pobre vaca lechera atada recorriendo las calles de tierra de la ciudad para ser ordeñada una, y otra, y otra vez, frente a cada vivienda.
El expendio de leche al público no se haría sino bajo el control de la Inspección General Municipal. La leche que se expenda, sea cruda, pasteurizada o esterilizada, deberá tener un porcentaje mínimo de 2,5 % de materia grasa y una densidad comprendida entre 1.028° a 1.034°, y a 15 grados de temperatura.
Oficina química
Toda leche que no tuviera esa densidad era considerada “sospechosa”, y el propietario o interesado, si era vendedor ambulante, debía transportarla a la Oficina Química Municipal de forma inmediata, en donde se analizaba en el momento, para que “el interesado pudiese utilizarla si el análisis hubiese resultado satisfactorio”.
Se hacían muestras de la leche en la oficina al menos dos veces por semana. Los lecheros no podían sufrir de enfermedades contagiosas y debían contar con una libreta de sanidad otorgada por la Asistencia Pública Municipal, además de un carnet sellado por la Inspección (el municipio).
“Tener la vaca atada”
Por último una curiosidad, que acaso tiene algo de contraste socioeconómico entre las clases acomodadas y los sectores populares e inmigratorios de principios del siglo XX, y que involucra, claro, a la figura de la vaca.
La expresión “tener la vaca atada” se remonta a aquella época, que era de “vacas gordas”, donde las familias aristocráticas podían viajar cuando querían a Europa. Un extranjero -se decía-, si se casaba con una mujer argentina pudiente, se volvía rico para toda su vida. Ahí pasaba a tener “la vaca atada”.
Pero los inmigrantes pobres que llegaban al país en flujos inmigratorios ni siquiera se podían permitir soñar con “atarse una vaquita para todo el viaje”. Apenas debían conformarse con juntar el jornal para que el expendedor llegara a su vivienda, con su pobre vaca lechera atada -ahora sí, sentido literal- y poder pagarle el litro del vital alimento.
Al final de cuentas, siempre las vaquitas son ajenas, escribió el gran Atahualpa Yupanqui.