Vestido con una remera con dibujos de quesos, Martín Rosberg abre las puertas de su sala de elaboración: un galponcito de chapa pintado de negro, rodeado de un monte de eucaliptos, ubicado en las afueras de Colonia del Sacramento.
Repasa los estantes de unos moldes de cabembert recién hecho y se mete en la cámara, donde reposan los quesos de guarda. Habla rápido, con convicción, sin perder la sonrisa y muy apasionadamente de esta actividad que lo ha tomado casi por completo. ¿Cómo llegó este porteño de ley, nacido en San Telmo, a convertirse en un referente de los quesos naturales, en un influencer que muestra todo en sus redes (lo bueno y lo malo de los procesos) y que da cursos para gente de todo mundo?
Cuando Martín terminó la secundaria, no quiso ir a la universidad. La alternativa, le aclararon sus padres, era ponerse a trabajar. Y desde entonces, siempre estuvo ligado –de una u otra forma- al mundo gastronómico. Empezó como ayudante de mozos en la apertura del legendario restaurante Cipriani, donde se cruzaba con todo el jet set del menemismo de los 90 y donde la milanesa costaba 35 dólares, un precio que le quedó grabado en la memoria: un día su jefe se lo enrostró a los gritos, luego de que él se olvidara de sacarle de encima las semillas del limón que había exprimido.
Con el dinero que logró reunir, se compró un pasaje y se fue a Europa para iniciar otra aventura. Un periplo que duraría unos ocho años, en los que vivió en Italia, Inglaterra, Francia y España. En Londres trabajó en la apertura de Nobu, que luego se convertiría en una cadena mundial, y donde Tim Burton le dibujó un pulpo con salsa de soja en un plato que él trató -infructuosamente- de conservar.
Primer contacto con el mundo de los buenos quesos
En París llegaría su primera experiencia real con quesos de primera calidad. Sin saberlo aún, hizo un curso acelerado (y gratis) para perfeccionar su paladar. “Yo trabajaba de barman y tenía acceso a la cava de quesos; antes de cada servicio, cortaban una cara del queso para presentarlos mejor, entonces me comía la lonja que dejaban”, recuerda entre risas. Probaba 25 quesos por día, de los mejores quesos del mundo. “Si hubiese tenido que comprarlos, era imposible. Una fortuna. Así que aprovechaba lo que dejaban”, cuenta.
En Sitges, donde logró acceder a una subgerencia de un hotel, conoció a quien luego se convertiría en su esposa, Carolina, una cantante de tango que se había cruzado en varias ocasiones. Juntos decidieron volver al país, en 2003. Martín puso una agencia de viajes y le iba relativamente bien: “Había como un boom y muchos clientes querían invertir en el país, así que me dediqué a armarles proyectos de inversión para estos clientes y terminé abriendo Fierro Hotel en Buenos Aires, donde fui gerente durante muchos años.”
El desembarco en Colonia
Sin embargo, la inseguridad marcaría un quiebre en sus vidas. Luego de que Carolina y sus dos hijos, Federico y Luca, sufrieran en 2012 un violento robo a mano armada en la Ciudad de Buenos Aires, la familia decidió cambiar de rumbo. “La idea era armar la casa en Colonia del Sacramento y viajar para trabajar en Buenos Aires. Durante algunos años pudimos hacerlo. De hecho, en el medio abrimos un hotel en Mendoza, La Morada de los Andes”, completa Martín.
De alguna forma, dice, fue un “recomenzar”. En Colonia habían decidido comprar una pequeña chacra en las afueras, que no tenía ningún servicio. “Era realmente irnos a vivir a la naturaleza”, cuenta. Y mientras el ritmo del ida y vuelta a la Argentina se volvía cada vez más pesado, fue creciendo otra idea: montar un pequeño hospedaje para generar un sustento. Martín renunció a todo y se metió de lleno a idear El Nido Treehouses. “¿Quién no quiso tener una casa en el árbol cuando era chico? Esa fue la idea central”, explica, mientras muestra las cabañas que están embutidas adentro de una arboleda y que miran hacia el viñedo del vecino.
Martín, que se define como una persona “inquieta”, empezó a experimentar con la masa madre “cuando nadie sabía lo que era la masa madre”, ríe. Sobre todo, en las temporadas bajas, cuando los huéspedes mermaban, se internaba a experimentar y comunicaba todo el proceso de aprendizaje en Instagram y Twitter. Una cosa lo llevó a la otra hasta que compró unos libros sobre cómo hacer quesos y uno en particular le atravesó por completo: El arte de hacer queso, de David Asher, que habla de los quesos naturales.
El mundo de los quesos naturales
“Publiqué una foto leyendo el libro en la huerta y Asher me escribió para contarme que estaba viniendo a Latinoamérica, así que tal vez podíamos armar un curso en Uruguay”, recuerda.“Así que armamos uno en Colonia Valdense, con la gente de La Vigna. Fui intérprete… así que si hubo alguien que aprendió, fui yo. No me podía distraer ni un segundo”, dice.
Así fue como empezó a internarse en el mundo de los quesos de receta original, sin otros ingredientes que no sean leche cruda (que le compra a un tambo familiar), cuajo y fermentos que extrae de la propia leche. “Desde entonces empecé a hacer quesos de manera regular. Pero en la pandemia, cuando se paró todo, esto explotó y me armé una quesería más grande”, asegura. “La gente se empezó a copar con los posteos; con el queso fue un suceso similar: fui mostrando ese proceso, los aciertos y los errores”, cuenta.
Para un “tipo obsesivo” como asimismo se describe, el mundo de los quesos es la panacea. “No hay límite de crecimiento”, apunta. “Pequeños cambios en la elaboración redundan en un queso distinto… es un laboratorio constante y un remedio contra la ansiedad: elaborás algo hoy que vas a probar en seis meses”, añade. Arrancó con cuatro litros de leche y su único objetivo fue lograr un buen camembert. “Y bueno, después quise hacer otro queso, después completar una tabla. Objetivo tras objetivo y muy divertido”, asegura.
Su obsesión “madre” partió de una inquietud fundamental: si en Uruguay y en Argentina hay leche de pastura, de primera calidad, ¿por qué eso no se traduce en buenos quesos artesanales? “El problema es la técnica”, se responde. “Acá se fue industrializando todo, y estandarizando… por eso me copé tanto también con los cursos, quiero compartir esto que aprendí a hacer y promocionar los buenos quesos que podemos lograr”, dice.
Hoy está abocado a hacer crecer su emprendimiento, donde elabora inventos propios (como el Rosberg Nro 5) y también clásicos como el camembert, un riquísimo queso Alpino –el favorito suyo- y una variedad llamada Inglesito, entre otros. Sus quesos se venden solamente en la cadena DeGuarda de Montevideo, que es el único local de quesos de especialidad de Uruguay.
Mientras tanto, le da rienda a su faceta de divulgador. Da cursos en Argentina y próximamente viajará, invitado, a Cerdeña. También asesora a algunos dueños de queserías de España, Estados Unidos, Argentina, Colombia. “Mi condición innegociable es que sean quesos naturales, elaborados con leche cruda y sin fermentos de laboratorio”, advierte. Y también brinda cursos de quesería, presencial y online. “El mundo del queso es fascinante, un camino de ida”, dice, convencido de su rumbo.
El Nido Treehouses. Tula Suarez de Cutinella s/n, Colonia del Sacramento, Uruguay. Cada huésped que llega se va a encontrar con algo de lo que apasiona a su dueño, Martín Rosberg, que vive en el mismo lugar. Sus quesos se volvieron famosos y él tiene todas las ganas del mundo de compartir su pasión. Sus cabañas rebozan de simpatía: construidas en altura, son pequeñas y acogedoras, completamente de madera y rodeadas de una frondosa arboleda. El paisaje se completa con su quesería, una construcción de chapa negra a dos aguas. Sólo alquila por Airbnb y las dobles parten de los u$s 105, incluye pan casero, mermeladas y quesos.