La ciencia estudia la influencia de la alimentación en la psicología.

¿Se imagina que comiendo determinados alimentos lograra espantar a sus fantasmas? Con cautela, pero con grandes expectativas, abordan los científicos el estudio de los psicobióticos, un término que el catedrático de psiquiatría Ted Dinan acuñó en 2013. ¿Y qué son exactamente? Un tipo de probióticos, es decir, unos microorganismos vivos que ingeridos en cantidades adecuadas pueden mejorar nuestra salud y –potencialmente– combatir determinados trastornos y enfermedades mentales.

“En principio cualquier componente de la microbiota que vive en nuestro intestino, también denominada microbiota de ocupación, es candidato a convertirse en probiótico, ya que todos ellos participan potencialmente en los beneficios que otorgan en conjunto “, explica Guillermo Álvarez-Calatayud, presidente de la Sociedad Española de Probióticos y Prebióticos (SEPyP). “Esos microorganismos pueden fomentarse a través de compuestos no digeribles presentes en la dieta, que estimulan su crecimiento y actividad (llamados prebióticos). Y también pueden ser ingeridos directamente con el objetivo de aumentar su concentración. Algunos proceden de fermentos utilizados en la fermentación de alimentos, como los lactobacilos y las bifidobacterias”, añade. Pero, ¿cuáles de ellos pueden actuar como psicobióticos? “Eso requerirá todavía de mucha investigación, aunque a día de hoy hay numerosos estudios científicos que indican su gran potencial”.

A la hora de despejar el poder de influencia que tiene esa microbiota sobre nuestros cerebros, los científicos ponen el foco en lo que se denomina el eje microbiota-intestino-cerebro, una especie de gran autopista que conecta los microorganismos intestinales con los sistemas inmune, gastrointestinal y nervioso central y que —por lo que parece— tiene un importante influjo en el estado de ánimo, los patrones de conducta y las enfermedades mentales.

Conocer a fondo a esa infinidad de microcriaturas que pueblan nuestras interioridades —más numerosas incluso que las células que constituyen nuestro cuerpo— es clave para avanzar en esta prometedora vía. Pero es una labor compleja: son muchos y muy diversos, aproximadamente entre unos 10 y 100 billones pertenecientes a miles de especies diferentes, gran parte aún desconocidas, según estima la neurobióloga estadounidense Elaine Hsiao, investigadora en el Instituto de Tecnología de California, Caltech.

Los menores y los ancianos son los más sensibles al estado de la microbiota, según los expertos

En 2013, llevó a cabo un brillante y multipremiado experimento en el que mejoró la conducta autista de unos ratones aquejados de este complejo trastorno neurológico alimentándolos con bacterias intestinales. “Al intestino se le suele llamar el segundo cerebro, porque está dotado de su propio sistema nervioso, denominado sistema nervioso entérico, compuesto por una red de millones de neuronas que se comunican entre ellas del mismo modo que si se encontraran en el cerebro, utilizando los mismos elementos químicos y proteínas”, explicó Hsiao, durante la IV Cumbre Mundial de Microbiota Intestinal para la Salud celebrada en Barcelona en 2015.

La investigadora cuenta que existen numerosas y fascinantes evidencias de la capacidad de la microbiota intestinal para influir en nuestro cerebro. Por ejemplo, se han observado diferencias de conducta en experimentos con dos grupos de ratones. Uno estaba libre de gérmenes (es decir, exento de microbiota), y al otro se le habían inoculado determinadas bacterias. Lo que se evidenció fue que los primeros mostraron un patrón de conducta ansioso y varias alteraciones en el comportamiento social, en la comunicación y en el comportamiento motor. También hay pruebas en el otro sentido: el cerebro y, en concreto, el estrés, afecta a su vez a la microbiota. “Hoy por hoy la mayoría de estudios se basan en la retirada total de la microbiota para luego reintroducirla y observar cómo afecta a la función cerebral y al comportamiento. Pero necesitamos estudiar los mecanismos: qué microbios desempeñan cada función y qué efectos tienen en el cerebro”.

¿Quién anda ahí dentro?
La doctora Margarida Mas es autora del libro Las maravillas de la flora (Amat), escrito en colaboración con la modelo Judit Mascó, una iniciativa que le surgió tras constatar cuán desconocido es el papel esencial de la microbiota en la salud y el bienestar de las personas. “Ciertamente no se trata de flora, sino más bien de fauna”, ironiza Mas. “Pero se conoce popularmente como flora bacteriana porque es como se consideraron a estos organismos cuando empezaron a ser estudiados en el siglo XIX, y he decidido mantenerlo porque es el término más familiar para la mayoría de las personas”, explica. El libro, ampliamente documentado, recoge un buen puñado de evidencias científicas que respaldan la importancia de esa comunidad de organismos, entre las cuales se encuentran las que avalan la fuerte conexión de estas con el cerebro.

¿Pero quiénes son esos bichos, exactamente? “Un ejército formado por billones de microorganismos que habita en nuestro intestino. Un 98% de ellos son bacterias y, el 2% restante, levaduras, protozoos, virus y arqueas”, explica la autora, que ha dedicado un capítulo del libro a hablar de la importancia de mantener a esa microbiota contenta. Del cúmulo de bacterias, un 90% está compuesto por dos grupos distintos, firmicutes y bacteroidetes, y el otro 10% son actinobacterias, proteobacterias, fusobacterias y verrumicrobias. Estos fascinantes inquilinos habitan a lo largo de la mucosa gastrointestinal que se extiende por todo el tubo digestivo, nada menos que en un pisito de unos 300 metros cuadrados (esa sería la extensión de la mucosa gastrointestinal si la estiráramos como a una sábana) repleto de concavidades, repliegues y vellosidades que representan un hogar de lo más confortable para ellos.

“Pero donde hay mayor concentración, con diferencia, es en el intestino grueso. En los dos partes más altas del tubo digestivo, el estómago y el duodeno, hay mucha menos densidad, porque ni los ácidos ni la velocidad de tránsito y los movimientos de propulsión, altas en estas zonas, constituyen un medio acogedor para ellos”, precisa la doctora. No les culpamos. Si pusiéramos a todos estos fascinantes y diminutos ocupantes en una báscula, veríamos que, en total, pueden llegar a pesar más o menos un kilo.

Con la microbiota se nace (y luego también se hace)
¿De dónde sale tamaña multitud de microbios? “Se adquiere en el momento del parto por contacto con la vagina y la región perianal materna si el parto es vaginal, o a través del ambiente y la piel de la madre si es por cesárea”, explica Carmen Peláez, investigadora en el Instituto de Investigación en Ciencias de la Alimentación (CIAL-CSIC). Desde ese momento, “la microbiota inicia un proceso de implantación en el intestino, contribuyendo a la maduración de sistemas vitales como el metabólico, el inmune e incluso el sistema neurológico”.

Peláez, al frente del Grupo de Biología Funcional de Bacterias Lácticas y coautora junto a Teresa Requena del libro La microbiota intestinal (La Catarata), afirma que el proceso de consolidación de esa colonia microbacteriana dura unos dos años, durante los cuales es muy sensible a los cambios externos, tanto de alimentación, consumo recurrente de antibióticos, estilo de vida o estrés. “Es lo que llamamos una ‘ventana crítica para la microbiota”, añade, “durante la cual determinados cambios bruscos pueden provocar una implantación microbiana incorrecta que va asociada a desequilibrios irreversibles, inflamaciones intestinales, obesidad, alergias o alteraciones de comportamiento, como estrés, ansiedad, depresión o trastorno del espectro autista”.

Se sabe que los hábitos alimentarios contribuyen a determinar el perfil de la microbiota. “Por ello existen diferencias entre la microbiota de los individuos de países industrializados y los de poblaciones rurales en vías de desarrollo, siendo la de estos últimos mucho más diversa, lo que se asocia a una mayor capacidad de afrontar cambios externos y presentar mejores indicadores de salud”, añade. Por el contrario, “investigaciones muy recientes han señalado que el consumo abusivo de dietas altas en grasa y azúcares simples puede afectar negativamente funciones de memoria a nivel del hipocampo cerebral”, destaca Peláez.

¿Y cómo puede establecerse la conexión de la microbiota con el cerebro y el sistema nervioso central? Pues a través del sistema nervioso periférico y el nervio vago (que nace en el bulbo raquídeo y termina, de forma ramificada, en el intestino), lo que acaba influyendo tanto en actividades cognitivas conscientes como inconscientes. “También puede relacionarse con la actividad cerebral a través de citoquinas del sistema inmune (un tipo de proteínas) y mediante la estimulación o producción de metabolitos (sustancias que fabrican las bacterias durante su metabolismo), como el denominado GABA, un potente neurotransmisor inhibidor del sistema nervioso central y entérico”, afirma la investigadora del CIAL-CSIC.

¿PSICOBIÓTICOS EN UN FUTURO CERCANO?

Hasta ahora se ha podido comprobar experimentalmente con ratones nacidos asépticamente por cesárea y libres de microorganismos, que la microbiota intestinal es necesaria para un comportamiento normal. “Han sido estudios muy valiosos”, dice Carmen Peláez, “pero se desconoce todavía gran parte de los mecanismos de acción sobre el cerebro y el sistema nervioso central. Y los estudios con humanos son muy limitados y, a menudo, han tropezado con escaso rigor científico o defectos de muestreo que impiden respuestas suficientemente robustas. Hace falta más investigación y afianzar los resultados para determinar los mecanismos de acción, eficacia y seguridad de los psicobióticos antes de dar vía libre a su uso con fines terapéuticos o su comercialización. Lamentablemente, el consumidor no dispone todavía de una legislación que le proteja frente a lo que podría desembocar en un abuso comercial de estos productos. Pero no cabe duda de que es un campo de investigación prioritario que, con seguridad, avanzará muy rápidamente la próxima década”.

Hay otro dato importante para esta nueva vía que se abre en relación a la microbiota y su potencial capacidad de influir en nuestra psicología. La microbiota intestinal también modula la producción de otro potente neurotransmisor, la serotonina (producida en las células entéricas a partir del triptófano), muy relacionada con la motilidad intestinal, la sensación de dolor, el mantenimiento del estado de ánimo y la función cognitiva. Pero, como no hay que olvidar que esa magnífica autopista es bidireccional, en ese viaje de ida y vuelta el cerebro y el sistema nervioso impactan en la actividad y motilidad intestinal, así como en el desarrollo y composición de la microbiota.

Esto provoca, por ejemplo, que en situaciones de estrés o ansiedad crónica, “el cerebro ordena al sistema endocrino a través del hipotálamo, la secreción de cortisol —hormona asociada al estrés, ansiedad y depresión— en las glándulas suprarrenales, pudiendo alcanzar niveles muy elevados de esta hormona en la sangre. Esto afecta negativamente a la musculatura intestinal y la motilidad, produce estreñimiento o diarrea y acaba desencadenando inflamación de la mucosa, permeabilidad, invasión bacteriana y desequilibrio de la microbiota intestinal con pérdida de diversidad y de bacterias de interés como los lactobacilos y las bifidobacterias”, apunta la microbióloga.

Los efectos no se quedan ahí. El sistema inmune también se resiente y aparecen marcadores de inflamación lo que, unido al desequilibrio en la producción de neurotransmisores bacterianos, acaba afectando a la función cognitiva y el comportamiento. Por ello, se ha observado que los pacientes con síntomas de ansiedad o depresión y bajos niveles de serotonina circulante pueden presentar una pérdida de diversidad en su microbiota intestinal.

Mantenga las bacterias de buen rollo. Su mente lo agradecerá. Así pues, todo indica que incrementar las buenas bacterias en el intestino puede ser importante para posibilitar que las personas seamos capaces de optimizar la forma de procesar la información emocional, de forma que logremos reducir la ansiedad e incluso los síntomas de depresión. Ya hay varios estudios que van avanzando al respecto. Entre ellos, el que realizó, en 2014, Philip Burnett, investigador y profesor del departamento de Psiquiatría de la Universidad de Oxford, con una muestra de 45 personas sanas de entre 18 y 45 años. Burnett las dividió en dos grupos y durante tres semanas suministró a uno prebióticos y a otro, placebo.

Sabemos que la microbiota modela las sensaciones, que modula la producción de serotonina [la hormona de la felicidad] y en ratones se ha demostrado que es necesaria para un comportamiento normal. La próxima década será vital para conocer su potencial

Tras procesar toda la información que había obtenido, el investigador comprobó que el grupo que había sido tratado con prebióticos (el alimento de la microbiota) prestaba más atención a las informaciones positivas que a las negativas. También descubrió que estos, al despertarse cada mañana, presentaban menores niveles de cortisol en la saliva que quienes había tomado placebo. Tres años antes, en 2011, un grupo de investigación francés dirigido por M. Messaoudi ya había comprobado que, tras un mes de tomar directamente probióticos, el grupo de personas estudiado había reducido sus niveles de angustia.

Como ya sabemos, cualquier cosa que nos pasa en la cabeza afecta al estómago de alguna manera. Por eso determinados estados emocionales nos hacen sentir esa sensación en las tripas que expresamos con frases como “tener mariposas en el estómago”, sentir “un nudo en el estómago” o tener “el estómago como un puño”, que evidencian sentimientos extremos, tanto positivos como negativos —estar enamorado, hablar en público, hacer un examen, estar en una situación de peligro…—. Y hoy ya conocemos también que la microbiota de alguna forma es capaz de manipularnos, de modelar nuestras sensaciones y sentimientos.

“Los microbios en el tracto gastrointestinal están sometidos a una presión selectiva para manipular el comportamiento alimenticio del huésped con el objetivo de mejorar su estado físico, a veces, a expensas del estado físico de este”, según el estudio realizado por investigadores de varias universidades estadounidenses. “Esos microorganismos tienen la capacidad de manipular el comportamiento y el estado de ánimo mediante la alteración de las señales neuronales en el nervio vago, cambiando los receptores del gusto, produciendo toxinas para hacernos sentir mal y liberando recompensas químicas para hacernos sentir bien”, afirma la coautora Athena Aktipis, del Centro para la Evolución y el Cáncer de la Universidad de California. “A su vez”, añade, “ellos también son fácilmente influenciables mediante prebióticos y probióticos, antibióticos, cambios en la dieta…”.

Queda claro que conocer sus más íntimos gustos será vital para nosotros, su hogar hospedador y (sumamente) agradecidos anfitriones. De momento, mencionemos algunos alimentos con probióticos: yogur —el alimento estrella—, kéfir, chrucut, chocolate, encurtidos… para que cuando se acabe de despejar este nuevo horizonte y que los antidepresivos —uno de los medicamentos más consumidos en el mundo— puedan pasar a mejor vida, no nos coja desprevenidos.

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