La corteza de un queso madurado es mucho más que una capa protectora: es un microcosmos de bacterias y hongos que transforman el producto desde el exterior hacia adentro.
Estos microorganismos se alimentan de las grasas y proteínas del queso, liberando compuestos volátiles —como azufre, amoníaco y aldehídos— que definen los aromas intensos de variedades como el brie, el camembert o el roquefort.
Además, este entramado biológico cumple una función sanitaria: actúa como barrera natural frente a bacterias patógenas, entre ellas Listeria monocytogenes, gracias a la competencia microbiana. Por eso, los maestros queseros controlan cuidadosamente la temperatura y humedad de las cámaras de maduración, donde cada corteza desarrolla su identidad.
Investigaciones recientes muestran que modificar el equilibrio de la microbiota superficial puede cambiar radicalmente el perfil sensorial de un queso. En otras palabras, cada corteza es una firma microbiana irrepetible, resultado de su terroir, su leche y su tiempo.
Fuente: lasexta.com / TecnoXplora, adaptado por eDairyNews.