Se estima que el yogur se incorporó a la dieta de nuestros antepasados en un punto de la línea del tiempo situado entre el 10.000 y el 5.000 a. de C y en algún lugar de la antigua Mesopotamia.
Dado que aquella sociedad era nómada, una vez que se obtenían los productos alimentarios procedentes del ganado (vacas, cabras, ovejas) tenían que transportarse y almacenarse hasta su posterior consumo.
Debido a que en aquella región las temperaturas eran muy elevadas el riesgo de que la leche se agriara y no pudiera ser consumida era muy elevado. Por este motivo, los sumerios confeccionaron unas bolsas fabricadas con intestinos de animales que contenían jugos gástricos. De esta forma, cuando la leche entraba en contacto con ellos se cuajaba, al tiempo que se volvía más agria y se preservaba durante un periodo de tiempo más prolongado.
Los mesopotámicos no fueron los únicos que consiguieron el yogur, sabemos que los hindúes elaboraban el dahi y los persas el mast, productos lácteos fermentados muy similares. Este último se sigue elaborando a partir de la leche de vaca o de oveja y, a veces, se mezcla con hierbas, pepinos, ajos, menta u otras especias.
La clave está en el pH ácido
Para conocer los detalles científicos de este proceso fue preciso esperar hasta el siglo XX, cuando el ucraniano Elie Metchnikoff (1845-1916) observó que determinados microorganismos –Lactobacillus- tenían la capacidad de transformar la lactosa presente en la leche en ácido láctico, un compuesto que confería acidez, al tiempo que evitaba la aparición de bacterias patógenas.
Actualmente sabemos que la fermentación se encuentra favorecida por la acción de la flora bacteriana (Lactobacillus bulgaricus y Streptococcus thermophilus) y que hay, como mínimo, cien millones de microorganismos vivos por cada gramo de yogur.
En el proceso de fermentación la lactosa se convierte en glucosa y galactosa, para después dar lugar al ácido láctico. Esta última transformación aporta la acidez necesaria (pH 4.5) para que las caseínas –proteínas presentes en la leche- comiencen a agruparse, lo que transforma la leche en un compuesto más espeso.
El nivel de acidez puede variar de un yogur a otro, ya que está influenciado por factores como el tiempo de fermentación, la temperatura y el tipo de bacterias utilizadas durante el proceso de elaboración.
Yogur normal vs yogur griego
Con la fermentación se originan dos sustancias: una más consistente, la cuajada, y otra líquida, el suero. En el yogur normal el suero permanece junto a la parte cuajada, es el líquido que vemos cuando abrimos la superficie del envase y que, en no pocas ocasiones, eliminamos, una costumbre que deberíamos erradicar ya que forma parte del alimento.
El producto final del yogur tiene distintos grados de espesor, esto explica por qué algunos se beben mientras que en otros es necesario utilizar la cuchara.
En el caso del yogur griego, una vez que ha fermentado se escurre para extraer el suero y otros líquidos, con lo que se consigue un producto más espeso y consistente. Si el proceso se hiciera de forma tradicional habría que escurrirlo en bolsas de tela de forma repetida hasta conseguir la textura deseada.
El proceso de filtración del yogur griego puede intensificar el sabor ácido, ya que al eliminar el suero se concentran los componentes, incluyendo el ácido láctico, el cual, como hemos visto, contribuye al sabor ácido característico.