En 2020, los alimentos aumentaron 42% y acentuarán la pobreza.

En 2020, el rubro alimentos y bebidas subió 42 por ciento, seis puntos por arriba del índice general de inflación. Diferentes consultoras advierten no sólo de la inercia que dejó diciembre, sino una presión inusitada de los alimentos en la medición de enero.
Esto es preocupante por varias razones.
La primera es que alimentos más caros es sinónimo de más pobreza. El estrato bajo de la población (decil del 1 al 4, según Indec) tiene un ingreso promedio de apenas 11.650 pesos; en el estrato medio (decil 5 al 8), el ingreso es de 30.754 pesos, y en el nivel alto (9 y 10) el ingreso es de 77.083 pesos.
No hay ninguna duda de que los ingresos son muy bajos y que todo se consume en alimentos. No hay chances de casi nada más. Si los ingresos no acompañan la suba de precios (porque ajustan por debajo o porque directamente se perdieron empleos y changas), las familias comprarán menos alimentos.
Eso alienta el malestar social y traslada presión directa al Estado, que debe proveer asistencia a través de redes propias y comunitarias, y repensar una ayuda económica, tipo IFE, que hasta hace poco estaba descartada por restricciones fiscales.
La segunda razón es que semejante presión sobre los alimentos se produce en un contexto de regulación extrema: el Estado sabe cuánto grano está sembrado, cosechado y guardado sin vender, por ejemplo, y conoce el stock de ganado de los productores argentinos, y cada embarque con destino a la exportación tiene, además de impuestos, una serie de permisos específicos que siempre pueden suspenderse si se quieren frenar los envíos externos.
Además de esas regulaciones evidentes, están todas las latentes: el avance del Estado en el mercado inmobiliario, por ejemplo, pone obligatoriamente a todos con las barbas en remojo. La posibilidad de unificar el sistema de salud para que sea el Estado quien administre todos los aportes, obligatorios y voluntarios; el intento de expropiar Vicentin y el fallido cepo a las exportaciones de maíz; y el rumor de que algo así se piensa para la carne son muestras de que el kirchnerismo siempre está dispuesto a ir por más.
No importa, incluso, que sea mediante recetas ya aplicadas y con malos resultados: el relato manda a encontrar siempre culpables de nombre y apellido, y en la industria de la alimentación hay buenos candidatos para eso. Aunque nunca la sangre haya llegado hasta el río y siempre esos industriales hayan acordado congelar algunos de sus precios. Justo los que releva el Indec.
Ese es un punto ausente aún en la discusión: Indec no informa qué marcas releva en sus mediciones, pero es probable que tome los productos de las listas de precios Máximos y Cuidados, aunque en el interior esos productos brillen por su ausencia.
La tercera mala noticia tiene que ver con que la aceleración en la suba de los alimentos se da con aumento cero de gas y de luz para la industria y con un dólar relativamente controlado. El Gobierno ha buscado con ahínco devaluar el peso al mismo ritmo que la suba de precios y logró, con grandes costos monetarios, controlar la disparada del dólar blue, que aunque no debiera tener impacto directo en los costos de la industria, los tiene, como mínimo, al nivel de expectativas.
Más encrucijadas
La cuarta interferencia está relacionada con el atraso que la propia industria dice tener en los artículos que están regulados. Hay alimenticias que aseguran estar 35 por ciento atrás respecto de los valores reales que debieran tener en góndola.
A esa cifra –aun suponiendo que sea exagerada– hay que agregarle el aumento del combustible y las paritarias, que en 2021 serán mucho más agresivas que en 2020, cuando la pandemia era nueva y la preocupación excluyente fue mantener la fuente de trabajo.
¿Se animará el Estado a actualizar las tarifas de gas y de luz, congeladas desde septiembre de 2019? Se calcula que acumulan un aumento reprimido del 100 por ciento. ¿Hay margen para trasladar eso? Si no lo hay, todo impactará en la cuenta anual de subsidios que paga el Estado con ¡emisión de moneda!, lo que a su vez retroalimenta la inflación.
La quinta y última razón es que esos aumentos se dieron pese a una fenomenal baja del consumo. Se supone que cuando hay dificultades para vender, los precios bajan: pero en Argentina nunca pasa, y menos en alimentos.
Lo peor es que todo sucede sin que el Gobierno ponga siquiera las manos. No hay plan antiinflacionario, no hay medida concreta que apunte a frenar la suba de precios ni política pensada para solucionar el flagelo que la enorme mayoría de los países superó hace rato. Brasil, por caso, acumuló en 2020 un 4,5 por ciento de inflación: casi lo que Argentina registró sólo en diciembre.

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