A las tres y media de la mañana la oscuridad es absoluta, desde la ruta un camino de tierra llega hasta la puerta del galpón donde solo una bombita ilumina con dificultad el lugar. Una luz cálida rebota en las paredes de madera y mantiene despiertas a las gallinas, los terneros y las 12 vacas formadas, prontas para ser ordeñadas.
Cáceres es el último lechero del pueblo. “Por ahora”, se apresura a decir con la esperanza de que alguien más se interese en el oficio. Cuando llegó a la localidad fernandina, hace 35 años, había otros cuatro repartidores, pero con el tiempo todos fueron abandonando la tarea y hasta el vecindario.
Su primer trabajo también fue en un tambo, en el paraje Barriga Negra de Lavalleja. En ese entonces, cuando tenía 14 años, se ordeñaban 80 vacas y se hacía de la misma forma que ahora: a mano. Una botella de hipoclorito cortada, un trapo de rejilla y un balde es todo lo que necesita. Con agua lava las ubres de la vaca, se sienta en un banco que fabricó a medida y que lleva atado a la cintura. Así ordeña una cada siete minutos. “Lo primero que hay que saber es dónde tiene la leche la vaca, y también que si ella no quiere bajar la leche, no baja. Si le pasa algo no da una gota”, comenta mientras la leche cae en el balde metálico y el ruido se asemeja a un zumbido intermitente.
Sesenta y dos litros de leche son el resultado de la madrugada. “En primavera, cuando hay buen verde y comen bien, cada una puede dar 30 litros por día, pero en invierno no”, indica Cáceres; aunque la producción del día resulta más que suficiente para los 80 clientes del pueblo. La leche pasa de la vaca al balde, y del balde a cuatro tarros de aluminio, que parecen sacados de una representación de la época colonial. Así llegará al consumidor.
Limpia el galpón y se encarga de darle de comer al “motor”, porque de lo contrario no va a poder repartir esa mañana. El motor, como lo llama con afecto, es su compañero de faena: Poroto. Un caballo petiso y manso, que hace 15 años tira del carro del reparto. “Poroto para mí es un amigo y un compañero de trabajo, compartimos la tarea de mañana, nos llevamos bien; a veces nos rezongamos uno al otro, pero como amigos nomás”, dice Cáceres y acota: “Se ve que el cariño que me tiene es el mismo que yo le tengo a él”.
Con el motor a punto y los tarros cargados en un carro de madera que él mismo construyó está listo para atender a los clientes. Todos saben que Cáceres va a pasar, y que siempre lo hace a la misma hora. El procedimiento es sencillo: cuando pasa el lechero el vecino sale a la calle, se acerca al carro y hace su pedido. El repartidor vierte en el recipiente la leche, cierra el tarro y cobra $ 30 por cada litro: $ 6 son para él, $ 24 para el dueño del tambo. El cliente paga y vuelve a entrar por la puerta de su casa.
“Dos locuras hice en mi vida”, espeta Cáceres y comienza a relatar: “Yo perdí a mi madre estando acá e hice el reparto ese día igual, lo hice a todo lo que daba y después fui al velorio. Después se me mató un hijo, me avisaron de noche y fui a Mariscala porque tenía que llevarlo al forense, me vine, ordeñé, hice el reparto y me fui”. Las inclemencias del tiempo y de la vida no impidieron que el hombre dejara de trabajar ni un solo día durante 35 años. Lo cuenta con orgullo aunque en el fondo se cuela un dejo de duda. ¿Por qué? “No sé si es un capricho o una costumbre, si me preguntás por qué no te puedo responder. Tampoco es por matar un récord o algo, no”, reflexiona y luego de una breve pausa acota: “A veces pienso, ¿qué me voy a quedar haciendo?”.
Son más de tres décadas entrando a las casas de las mismas personas, viendo a los niños crecer, las familias formarse y separarse, incluso a algunos morir. En Aiguá, el lechero de alguna manera forma parte de la historia de cada hogar, incluso en los momentos más impensados. Como el caso de Milagros.
Ella soñaba con que Cáceres y Poroto la llevaran a su fiesta de 15 años. Su tía, Susana Sosa, organizó la sorpresa; fue al tambo con sus hijos y decoraron el carro de madera con globos para la quinceañera. A la hora convenida, Cáceres fue a buscar a la homenajeada, la llevó al salón y cumplió su sueño.
Nelson sigue con el reparto. El carro se tambalea entre las calles de tierra y por las vías asfaltadas; no importa dónde, todos lo saludan. El ritual se repite con jarras, ollas y tarros de todos colores y tamaños. En ocasiones el hombre baja del vehículo y entra a las casas, en algunas saluda a los vecinos pero en otras no hay nadie adentro. Cáceres se dirige a la cocina, llena el recipiente y se cobra con el dinero que le dejaron sobre la mesa. “No puede ser que personas que no son nada mío tengan esa confianza de dejar la llave en algún lado o que me la den”, comenta el lechero. Para Cáceres esa confianza es una forma de agradecimiento por el trabajo de tantos años, tiempo en el que la relación con los clientes cambió: “Soy un tipo medio frío, pero me siento agradecido a toda esa familia, porque aparte de ser cliente es como si fuera familia”, señala.
Cacho, como le dicen los amigos, no toma mate, pero sabe que tiene una parada con desayuno asegurado en el trayecto. Esther Méndez lo espera todas las mañanas con un café con leche, la misma que él reparte, y algo para comer. “Me quiere como una madre”, comenta el lechero.
Lleva dos bolsas de pan en la parte de atrás del carro, una propia y la otra para una mujer con una niña a su cargo, a quien también le regala la leche hasta que consiga trabajo y se reponga económicamente. “Posiblemente tenga más de 100 mil pesos tirados en la calle que no he podido cobrar”, calcula Cáceres y explica que cuando alguien no puede pagar igual lo incluye en el reparto de las mañanas. “A un señor le dejé leche por lo menos 15 años, y un día me dijo que no tenía plata y no me podía pagar hasta que se jubilara. Pasaron los años y dejé de anotar la cuenta. Un día el hombre trajo un cuaderno donde tenía todo anotado. Se jubiló y me pagó”, recuerda.
Todos los clientes tienen una historia. Andrés Sena creció tomando la leche del tambo donde trabaja Cáceres. Destaca que cuando él era tan solo un bebé y su padre salía a trabajar muy temprano el repartidor llegaba a la casa, cargaba la jarra y le prendía la estufa a su madre en las mañanas de invierno. “Esos gestos los tiene con mucha gente”, dice el joven y subraya emocionado una frase de Cáceres que le quedó grabada: “Soy el hombre más feliz del mundo”. Y agrega: “En la simplicidad el hombre es admirable. A uno a veces con tantas cosas en la mente le cuesta pensar cómo conseguir esa felicidad que el hombre tiene con tan poco”.
“Tengo a mis hijos criados y me da para vivir. Lo único que hago es ayudar y tratar de portarme lo mejor que puedo con la gente”, resume el lechero con la tranquilidad de quien ha tenido tiempo para reflexionar sobre sus palabras. “No podría ser más feliz de lo que soy”, concluye.
Y la tradición es el motivo por el que Cáceres se levanta en la madrugada, ordeña con sus propias manos, barre el galpón con una escoba de chircas y alimenta esa relación casi familiar con los vecinos del pueblo. “Por lo menos mientras pueda mantener la tradición la voy a mantener, ya con la edad que tengo no puedo ponerme moderno”, concluye.
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