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3 Dic 2024
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Imagine un país en el que se tira la leche. Parece una locura, ¿verdad? Pues eso es exactamente lo que ocurre en Canadá.
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Imagine un país en el que se tira la leche. Parece una locura, ¿verdad? Pues eso es exactamente lo que ocurre en Canadá. Y no crea que es porque la leche se ha echado a perder o porque no hay demanda. Todo lo contrario. El problema radica en las disparatadas normas de control de la producción y de los precios destinadas a proteger el mercado interior. Pero vayamos por partes, porque para nosotros en Brasil, esto suena casi como el guión de una película de comedia.

¿Cómo ha llegado Canadá a este punto?

En Canadá, el sistema de «gestión de la oferta» regula toda la producción de leche, huevos y pollos. En teoría, esto debería garantizar a los productores unos ingresos estables limitando cuánto pueden producir y fijando los precios. Pero la realidad no es tan sencilla. Este sistema se creó para evitar el despilfarro y equilibrar el mercado, pero el resultado es el contrario: los productores se ven obligados a tirar litros de leche por el desagüe cuando producen más de lo permitido, a pesar de que los supermercados piden más leche en los estantes. Toda una paradoja.

La normativa es tan estricta que si una granja supera su cuota de producción, no le queda más remedio que tirar el excedente. Parece increíble, pero el gobierno prefiere perder alimentos a relajar las normas.

El impacto sobre productores y consumidores

Para los productores, el sistema de cuotas de Canadá conlleva una sensación agridulce. Se les garantiza un precio fijo y previsibilidad, pero a costa de su libertad para producir. En épocas de alta demanda, los productores no pueden aumentar la oferta para satisfacer el mercado; en épocas de baja demanda, se ven obligados a seguir produciendo, lo que conduce a un ciclo de despilfarro.

Para el consumidor, la historia es aún más frustrante. La leche canadiense es cara, lo que obliga a muchos a comprar alternativas más asequibles. Para nosotros los brasileños, acostumbrados a que el mercado responda a la demanda, esta situación parece surrealista.

Y si piensa que importar más leche sería una solución obvia, aquí viene otra locura canadiense: el país impone impuestos extremadamente altos a los productos lácteos importados para proteger el mercado nacional. En otras palabras, los consumidores pagan cara la leche nacional y también la importada, creando una situación en la que todos salen perdiendo.

¿Existe alguna solución a este caos?

¿Cómo se puede resolver este embrollo? Lo primero sería flexibilizar el sistema de gestión de la oferta. Permitir a los productores responder a la demanda de forma más dinámica sería un paso obvio. Con menos restricciones, Canadá podría mantener un nivel de producción más acorde con las necesidades del mercado, sin tener que verter litros y litros de leche.

Otro punto sería revisar los aranceles a la importación. Es comprensible que el país quiera proteger a sus productores, pero esta protección no debería producirse a costa del despilfarro y de unos precios elevados para el consumidor. La reducción de estos aranceles podría traer una gran variedad de productos y aligerar los bolsillos de los consumidores.

Por último, la transparencia en las prácticas reguladoras sería clave. Al fin y al cabo, los sistemas muy rígidos sólo favorecen un mercado cerrado, en el que es el consumidor final el que realmente sufre.

¿Una paradoja para Brasil?

Es fácil considerar absurda esta situación, pero ¿estamos realmente tan lejos de ella? En Brasil, nuestros retos son diferentes, como el elevado coste de producción, los impuestos y la burocracia que asfixia al sector productivo. Sin embargo, es bueno mirar el ejemplo canadiense y reflexionar sobre las consecuencias de unas políticas demasiado rígidas. Al fin y al cabo, nadie quiere ver cómo se tira la leche mientras las familias luchan por poner comida en la mesa.

La situación de la leche en Canadá es un auténtico disparate, una locura sin medida. Un sistema que debía proteger a los productores se ha convertido en una trampa, y el resultado es un ciclo de despilfarro y precios altos.

Es difícil no pensar en cómo esta política va en contra de la lógica de cualquier mercado sano. La lección para Brasil es sencilla: debemos evitar la rigidez y dar al sector lácteo margen para responder a los cambios de la demanda. Al fin y al cabo, en un mundo en el que cada gota de leche cuenta, verter litros y litros en aras de la burocracia no debería tener sentido para nadie.

Valéria Hamann

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