Josefina Morrogh Bernard es veterinaria y se especializa en la instalación de tambos automatizados. Tiene 36 años y viaja por todo el país como entrenadora de ordeñe. Suele pasar semanas o meses en un establecimiento, articulando la tecnología con el adiestramiento.

La vaca duda y se queda parada frente a las puertas del robot. Mira a un costado, al otro y gira su cabeza: detrás está Josefina acariciándole el lomo y guiándola hacia el box de acero. No hay gritos, ni movimientos bruscos: sólo la paciencia infinita de esta veterinaria de 36 años y 184 centímetros de altura. El animal al fin cede: entra, se cierran las puertas automáticas y comienza el ordeñe.

Los tambos robóticos son una tecnología muy utilizada en Europa, Estados Unidos y Canadá, y cada vez más implementados en la Argentina. “La vaca entra en un box, y mientras el sistema trabaja con un brazo robótico, recibe una porción de alimento balanceado como premio para que esté tranquila. Es una técnica voluntaria donde ella decide en qué momento del día ordeñarse”, contó Josefina María Morrogh Bernard a TN.

Además, en un programa de software, la máquina recolecta datos de cada ejemplar, que luego son analizados por los operarios, como información productiva y parámetros de salud, con el objetivo de diagnosticar enfermedades y así lograr una mejor calidad de leche, ya que el personal puede monitorear cada vaca permanentemente.

La tarea de Josefina comienza cada vez que un productor compra un robot. La máquina ordeña alrededor de 65 vacas, entre dos y tres veces al día, dependiendo del momento de la lactancia y su nivel de producción.

“Mi función es instalarme en el establecimiento para entrenar a la gente y a los animales. Dependiendo del tamaño del tambo y las condiciones del lugar, me puede llevar desde tres semanas hasta seis meses”, detalló la veterinaria.

La misión no es sencilla. “Hay que lograr que un animal de más de 650 kilos entre en un box pequeño que nunca vio en su vida, donde se tiene que quedar quieto los casi 7 minutos que dura el ordeñe. Primero, trato de que conozcan el robot (hago que entren y salgan) y que se familiaricen con los ruidos. Una vez que lo conocen le pierden el miedo y lo adoptan como rutina: van solas a ordeñarse. A los animales les gusta la consistencia: que las cosas se hagan siempre de la misma forma”, remarcó.

Josefina ha formado parte de la instalación, capacitación y asesoramiento de nueve tambos, con más de 30 robots, en las provincias de Buenos Aires, Córdoba, Salta y hasta en Brasil. Y tiene planeado comenzar con varios más en los próximos meses.

El sector lechero: un mundo que la apasionó desde el primer día

“Siempre supe que quería trabajar con vacas pero en la cabaña de mi familia nos dedicamos a la producción de carne. Conocí el mundo de la lechería gracias a una pasantía que me ofrecieron cuando estaba por recibirme de veterinaria en un tambo en Escobar”, explicó.

Casualmente, la joven llegó al establecimiento cuando estaban probando el calf feeder, un alimentador automático de terneros. “La idea era probar si servía. Me acuerdo que el veterinario me dijo: ‘Nos prestaron esta máquina; fijate si funciona’. Yo no tenía idea de terneros y me obsesioné con el tema”, recordó. Allí nació la magia que la llevó adonde está hoy.

La tecnología permite que el animal recién destetado, en vez de estar atado y ser alimentado por una persona dos o tres veces al día, sea criado en forma colectiva junto a otros. “Es como una vaca mecánica”, resumió la profesional.

Todos tienen acceso libre a las tetinas las 24 horas del día, donde toman leche o sustitutos lácteos. Un calf feeder cuenta con cuatro tetinas y cuatro corrales, y recomiendan colocar uno cada 100 a 120 terneros.

“El objetivo es simular lo mejor posible el comportamiento natural que tendrían al pie de la madre. La ventaja de este sistema es que logran un mayor crecimiento: mientras que en una guachera común la ganancia diaria de peso es de 500 gramos, con esta tecnología hemos logrado 850 gramos y hasta un kilo y medio por día”, detalló la profesional.

Además, se puede configurar la cantidad de alimento que recibe cada uno, a qué hora ingiere la leche, su temperatura, a qué velocidad de succión, entre otros parámetros.

La tecnología ganadera como faro del bienestar animal

Su pasantía en el tambo de Escobar pasó de los pautados tres meses a un año y medio. Luego se recibió en la universidad y en 2018 comenzó a trabajar a pleno.

“Las vacas son animales gregarios y sociables: no se puede ir en contra de su naturaleza. Muchos tamberos están acostumbrados a trabajar de una manera, desde hace 50 años, y de repente llega una mujer de treinta y pico a decirles cómo tienen que hacer las cosas. Pero he tenido muy buenas experiencias con productores maravillosos”, contó.

La veterinaria lleva grabados a fuego los 5 principios y “libertades” que rigen el bienestar animal:

-Ausencia de hambre y sed.
-Ausencia de incomodidad, malestar físico y térmico.
-Ausencia de dolor, enfermedad y lesiones.
-Ausencia de miedo y angustia.
-Posibilidad diaria de expresar su comportamiento normal.

Un legado y un sueño que llegó desde el Viejo Continente

Josefina María nació en 1985 en Olivos, Buenos Aires, pero pasó gran parte de su infancia en la cabaña de su familia en Gualeguaychú. Es la mayor de cinco hermanos (Francisco, Clara y los mellizos Bautista y Beltrán). Su madre Pía es artista.

Para conocer su historia hay que cruzar un océano y llegar hasta Irlanda, donde su tatarabuelo paterno Beltrán criaba rodeos de la raza Hereford. Hacia 1800 decidió mudarse a la Argentina y continuar con la cría de ganado. Eligió tierras entrerrianas, en la zona de Gilbert, y fundó la cabaña La Estrella, una de las más antiguas de la raza.

Su bisabuelo Juan Francisco (uno de los primeros ingenieros agrónomos del país y miembro fundador de la Asociación Argentina Criadores de Hereford) continuó el legado, al igual que su abuelo Eduardo y su padre Eduardo Beltrán, también veterinario.

Josefina vivió en Japón dos años y medio, crió caballos criollos, estudió fotografía y pasó un mes en Mongolia con productores que realizan pastoreo de subsistencia. Pero siempre volvió a su viejo amor: el campo argentino.

Todos los días se sube a la ruta y recorre un promedio de 5000 kilómetros por semana (a veces hasta 8000) para visitar los tambos. “De lunes a viernes soy literalmente nómade: los fines semana estoy con mi novio Ezequiel, juego al hockey, viajo al campo en Entre Ríos a ver a mis caballos o visito a mi familia y amigas en Capital Federal”, explicó.

Ya son las cinco de la tarde en el noroeste bonaerense y el sol del otoño comienza a esconderse detrás de un monte de acacias. Josefina acaricia un ternero sentada en el suelo, que le lame el mameluco, un poco embarrado luego una jornada completa. Los momentos que comparte con los animales sanan los golpes que dieron los humanos, algunos muy cercanos, donde las heridas se enlazan como cuentas de un collar.

Todos los días sueña con que cada vez más productores argentinos logren la certificación de bienestar animal, para que los consumidores sepan que son alimentos de buena calidad, elaborados por personas que los tratan con dignidad, desde que nacen hasta que mueren.

“Ellos transmiten una energía única, por eso es muy importante que estén bien atendidos. Ojalá cada vez más gente del sector pueda tener la posibilidad de trabajar así”, concluyó.

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