El video conmueve por lo obvio, porque muestra a una mujer llorando.

Lo publicó en Twitter anteayer la cuenta del programa de radio Sector agropecuario: Paulina Mayol, de 37 años, dueña de Lácteos Mayol, una pyme familiar instalada hace 85 años en Gobernador Udaondo, partido de Cañuelas, aparece ahí rodeada de gente que intenta consolarla. Son vecinos de la zona. “Quiero seguir dando trabajo”, dice ella.


Está en plena tensión por un conflicto que lleva tres días y la obligó a tirar a la basura 5000 litros de leche: desde las dos de la madrugada del lunes, afiliados de la Asociación de Trabajadores de la Industria Lechera (Atilra) bloquean la fábrica. Mayol acaba de registrarlo ella misma en otro video. En esa imagen, que difundió InfoCañuelas, una decena de hombres desparrama piedras en la calle, frente a su auto, y le impide salir de las instalaciones. Uno de ellos incluso se molesta al verla teléfono en mano. “Filmalo y mostrales cómo hacés laburar a los trabajadores –le recrimina–. A los nietos, mostrales: mostrales, que los vas a hacer trabajar en la fábrica también, les vas a pagar monedas”.
Mayol pide que la dejen pasar y llora horas después, cuando lo explica delante de las cámaras y se saca el barbijo. “Moví cielo y tierra para encontrar ayuda”, dice. Son las primeras imágenes de lo que el Gobierno llama “regreso a la normalidad”. Durante todo el año pasado, aun con los salarios perdiendo frente a la inflación, el Covid, la cuarentena y la amenaza del cierre de puestos de trabajo facilitaron la convivencia entre empresarios y dirigentes gremiales. La pandemia no terminó, pero 2021 parece haber empezado distinto. En realidad, las lágrimas de Mayol no son las primeras que han salido últimamente de la patronal: hace una semana, en Villa Adelina, y durante una protesta similar, unos cien camioneros fueron testigos del llanto de Bernardo Fernández, dueño del complejo logístico Parque Ader.
El paso de Atilra por Cañuelas es claramente el anticipo de otros conflictos. A Lácteos Mayol, una fabricante de quesos y dulce de leche con apenas 14 empleados, le reclama el encuadramiento de seis de ellos que, por motivos propios de un sector en el que proliferan pymes que empezaron como tambos y se ampliaron luego a la actividad industrial, pertenecen todavía a la Unión Sindical de Trabajadores Rurales (Uatre). Discusiones que, como en el caso de los camioneros, se dan solo en lo que en la jerga se conoce como “convenios de actividad”: la cámara del sector y el gremio pactan condiciones iguales para todas las empresas, grandes o chicas, sin excepción. La industria lechera lo firmó en 1982. Atilra, que creció desde Sunchales al calor de Sancor, viene siendo motivo de quejas empresariales principalmente desde 2009, cuando por gestión de Julio De Vido se incluyó en el convenio un acta que obliga a todo el sector a pagar una suma adicional por empleado para socorrer a Ospil, la obra social del sindicato. Se llama “aporte solidario” y llegó a significar en 2016, al tipo de cambio de entonces, unos 100 millones de dólares por año para Atilra por fuera de los aportes previstos en la seguridad social. Un logro que no solo le permitió al gremio auspiciar camisetas de equipos de fútbol de primera división u organizar recitales y peleas de boxeo con protagonistas internacionales, sino que apuntaló la carrera de Héctor Ponce, el santiagueño que lo conduce desde 2002. “Etín” le dicen los afiliados.
Es cierto que la Argentina cambió y que los ingresos del sindicato fueron cayendo. Porque la moneda se devaluó y porque el gobierno de Macri se ocupó de renegociar el “aporte solidario”, que sin embargo acumulaba el año pasado todavía 750 millones de pesos. Pero la industria anticipa para el mes próximo no solo una paritaria intensa, sino un requerimiento gremial que ya tiene cifras: que el aporte solidario suba de los actuales 12.000 pesos por empleado a 16.000. Es un pálpito elemental porque son los mismos: quienes bloquean Lácteos Mayol pertenecen a la delegación de Atilra de General Rodríguez, que reúne a los empleados de La Serenísima.
El establishment económico contempla la escena con preocupación. A estos clásicos desencuentros con la dirigencia gremial, los empresarios les vienen sumando últimamente discusiones con un gobierno que ha decidido atribuirles responsabilidad por la inflación. Es al menos lo que creyeron entender los 80 ejecutivos de la alimentación e industrias proveedoras convocados anteayer al Ministerio de Desarrollo Productivo, donde varios funcionarios volvieron a plantear públicamente la premisa para este año: ni el índice de precios al consumidor podrá exceder el 29% contemplado en el presupuesto ni la devaluación, el 25 por ciento.
Fue una reunión larga en la que cada referente expuso su caso. Porque son todas situaciones distintas. Encabezados por Daniel Funes de Rioja, los fabricantes de alimentos se quejaron, por ejemplo, de que el año pasado no se les hubiera permitido subir más del 10% los precios mientras, sin reproches gubernamentales, los proveedores remarcaban en absoluta libertad: el pet, 48%; el tetra pack, 33%; el vidrio, 46%, y las etiquetas, 50%. Cecilia Todesca, vicejefa de Gabinete, dijo entonces que los insumos habían aumentado más que el resto, y eso tranquilizó a los productores. Todos sabían, sin embargo, que lo gravitante serían una vez más las palabras de Paula Español, la de mayor sintonía con el Instituto Patria. Y por eso recuerdan el modo en que cerró, adentrándose en la concatenación de costos: la secretaria de Comercio advirtió que esas reuniones eran relevantes porque, si bien cada uno de los invitados pensaba que los insumos que vendía tenían poca incidencia en el precio final, la suma de cada pequeño aumento hacía a la inflación general.
Difícil convencer con el argumento a un ortodoxo. Pero los empresarios vienen oyendo del Gobierno que, pese a haber bajado la emisión monetaria, la administración de Macri no pudo evitar una inflación de dos dígitos. Por eso tampoco se sorprendieron al ser testigos del regreso de una práctica de los tiempos de Kicillof: que se le pidiera a cada proveedor que enviara al ministerio su propia estructura de costos. Todos, sin excepción, saben que no dará ningún resultado. Pero los empresarios han vuelto a callar. Es un clásico de los tiempos de desaliento. E incluye omisiones más generales. Alfredo Sainz acaba de publicar en estas páginas que, con la puesta en venta de Villavicencio, Villa del Sur y Ser, marcas de Danone, ya son 20 las grandes compañías que han decidido irse de la Argentina en el último año. Y los registros de la AFIP indican algo peor: en términos netos, cerraron en ese lapso más de 22.000 empresas, una cifra similar a las que se perdieron en los dos últimos años de Macri.
Un verdadero proceso de desinversión que no es nuevo, que le impide a la Argentina crear empleo privado neto desde 2007 y que subyace bajo un pasmoso silencio empresarial: las lágrimas solo muestran a los sensibles.

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