Desde Saldungaray, la familia Girolimini abre las tranqueras del “Campo Udi” y cuenta su historia.

En el 2002 los Girolimini dieron un vuelco que cambió sus vidas por completo. Vivían en la capital de Neuquén, eran seis: mamá, papá y cuatro hermanos. El caos post 2001 seguía teniendo consecuencias y todavía eran habituales los saqueos. “No era vida”, cuenta Cándida (26), que recuerda que su mamá se quedaba con ellos mientras el padre -ingeniero industrial y empleado en una empresa de riego- se tenía que ir por períodos de hasta un mes a otros lugares por trabajo.

Eso los llevó a Saldungaray, un pueblo de 1.500 habitantes pegadito a Sierra de la Ventana y en el que su mamá era propietaria de unas 81 hectáreas. Se asentaron bajo algunas condiciones que papá marcaba en voz alta pero que, en definitiva, dictaminaba la crisis: “Nos dijo que a partir de ahora se terminaban las cajitas de leche y el yogur de supermercado y que tendríamos que tomar la que produjera la vaca”.

El establecimiento está a unos 2 km del pueblo y hasta entonces ahí se criaban vacas Aberdeen Angus capitalizadas. Solo había una vaca lechera propia y otra que un vecino les prestaba para que se autoabastezcan los recién llegados. En 2003 los golpeó una gran sequía que mató a la gran mayoría de los animales. La familia decidió vender esos pocos que quedaban en pie y empezaron a comercializar en el pueblo la leche que obtenían de esas dos vacas. Un día, la invitación a un curso de fabricación artesanal de quesos llamó la atención de su mamá, que apenas lo terminó empezó a hacer sus propios quesos en una olla en el quincho de la casa.

Es entonces que logran vender la casa que habían dejado en Neuquén y definen invertir ese dinero en un tambo y una fábrica de quesos, para lo que compraron las vacas de un tambo que cerraba en Puán, sin saber que se estaban ordeñando. Como todavía no habían terminado de armar el tambo, tuvieron que pedir un campo prestado para ordeñarlas. Con ese rodeo de 25 vacas en uso y algunos obstáculos que sortear, empezaron a producir en mayor escala.

“Yo tenía ocho años y con mis hermanos no sabíamos lo que era un ternero, pero fuimos aprendiendo. A mis 12, mi papá nos llevó -a mi hermana y a mí- a hacer el curso de Inseminación Artificial sin que supiéramos qué era un útero ni dónde estábamos metiendo la mano. Desde ese momento, nos largó el tambo a nosotras y ordeñamos hasta los 18 de cada una”, relata.

Cuando terminó la secundaria, su hermana mayor se fue a Villa María a estudiar Tecnicatura Superior en Lechería y, por sus notas sobresalientes, recibió una beca para ir cuatro meses a España, a una institución que se podría comparar con el INTA a nivel local, en la que experimentaban, por ejemplo, en la elaboración de yogures súper-proteicos para un hospital que lo necesitaba. Apenas terminada la experiencia, hizo su licenciatura en Francia y, después de un año y medio, en septiembre del 2019 volvió a Saldungaray para ser la maestra quesera y quedar a cargo de la fábrica, algo que hasta entonces hacía su mamá, que por problemas de salud estuvo obligada a pasarle la posta.

Cándida estudió Veterinaria en Tandil y se recibió justo antes de que empezara la pandemia, para volver a su pueblo y a su tambo. Nicola, de 22, eligió no estudiar y tras el fin de la secundaria, se dedicó de lleno a la empresa familiar para hacer “de todo”: cubrió a su hermana en el ordeñe mientras ella estudiaba, trabaja con las herramientas en el campo, siembra, rastrea, hace el mantenimiento, corta la leña y todo lo que se va necesitando. La más chica de los cuatro (19) arrancó hace muy poquito a estudiar Licenciatura en Alimentos en Tandil, también con la idea de volver al campo para agrandar ese esquema de agregado de valor: “Nos preguntan mucho para cuándo los salamines, por ejemplo, y creemos que vamos a poder completar la oferta a medida que crecemos”.

Hoy tienen unas 67 vacas en ordeñe y un total de 250 animales. El 100% de la leche que producen va a la fábrica, bajo la política de que no se compra ni se vende la materia prima, aún en épocas de sequía, y convencidos de que la clave de su éxito es conocer a las vacas, su sanidad y la calidad de la leche que sacan. Pero, como con políticas y principios propios eligen regirse, también tomaron la decisión -o la decisión los tomó a ellos- de abrir las tranqueras para que todo el que pase por las sierras vea cómo es producir.

“Siempre elegimos no tener distribuidores y solo vender el queso en supermercados de alrededores o acá mismo“, asegura Cándida apoyada en el mostrador de la quesería familiar. Bajo esa otra política es que obligaron a sus compradores a ir al punto de venta propio, que está dentro del campo, para elegir entre sus quesos. Cuando cerca del 2012 se da la explosión del turismo en Sierra de la Ventana, Saldungaray empezó a recibir más visitas, aunque la segunda hija de los Girolimini advierte que a los habitantes todavía les genera alguna molestia encontrarse con extraños en su pueblo. El atractivo turístico local es la Bodega Saldungaray, que -mucho más enfocada en el marketing- se volvió un clásico de la zona. Como solo los separan 1.500 metros, los carteles y el boca a boca llevan a los visitantes al “Campo Udi”, el tambo que la familia montó casi por casualidad y que lleva el apellido de la mamá.

¿Por qué? Un poco porque se fue dando y les gustó y otro poco porque la visita turística suele terminar con la compra de unos quesos dignos de probar. Reciben a niños de la ciudad con preguntas curiosas y escuchan atentos algunos interrogantes de adultos que tampoco olvidarán, como el caso de una mujer que le preguntó si los toros daban leche. Cándida se ríe. Dice que lo mejor que descubrieron es la asociación que hacen los más chicos cuando los escuchan y entienden que, para dar leche, esa vaca tiene que parir, y para que esa leche sea de calidad, tiene que hacer bien “Candi” su trabajo, porque de eso dependerá que el queso sea todo lo rico y bueno que es, cosa que, por supuesto, también es mérito de la hermana-maestra quesera. “Ellos saben que el queso viene de la fábrica, pero cuando ven todo el trabajo que hay detrás, cumplimos la misión”, afirma con una sonrisa.

No les gusta hablar de números y no llevan un estimado de producción anual. Tampoco son fanáticos del marketing y, por decisión propia, no invierten en publicidad de ningún tipo: ni radio, ni televisión, ni siquiera una cuenta de Instagram. “Lo nuestro es el boca a boca”, dice Cándida, que seguirá recibiendo a diario y con una sonrisa a quienes agarren la Ruta 72, pasen por Saldungaray y hagan las -ahora dos- paradas turísticas. Podría sorprender el hecho de que no es habitual encontrar tambos en esa zona, pero sorprende más la intención de, sin sermones pero con mucho amor, dejar que el mundo los vea simplemente producir.

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